lunes, 15 de octubre de 2012

JULIO CÉSAR: ASESINATO POR DESPECHO, ENVIDIA Y RENCOR, NO POR POLÍTICA El hallazgo del lugar exacto donde fue apuñalado el brillante político, militar y escritor romano ha vuelto a traer a la actualidad aquel magnicidio

Busto de César, considerado el último genio de la Antigüedad




































Hay historiadores que consideran que Julio César fue el último genio, la última gran figura que proporcionó la Edad Antigua. Ahora, ha sido encontrado entre la infinidad de ruinas de Roma el lugar exacto donde el militar, estratega, político y escritor fue abatido, y con tal motivo se han vuelto a analizar las causas de tan importante asesinato.

Es sabido que en el complot participaron alrededor de sesenta senadores, pero solo dos docenas participaron en el crimen activamente; a pesar de todo, parece que la mayoría de las cuchilladas que recibió el conquistador de las Galias fueron superficiales, y que sólo una o dos resultaron mortales. Eso sí, todos cumplieron el ritual de manchar sus manos con la sangre del dictador.

En primer lugar no debe perderse la perspectiva histórica, es decir, no puede juzgarse o valorarse nada de aquello (ocurrido hace 2056 años) con mentalidad y parámetros actuales. El pretexto, la razón histórica con la que los asesinos quisieron justificarse fue, claro está, el manido, consabido y mil veces repetido “por salvar a la patria”. Sin embargo, las razones últimas y auténticas de casi todos los conspiradores fueron mucho menos altruistas. De hecho, lejos de tratarse de un crimen político, César fue muerto por odio y resentimiento, por envidia y codicia, por despecho y rencor, así como por la ruindad de aquellos que habiendo sido favorecidos, ayudados y perdonados por él, ante la imposibilidad de devolverle una parte de todo lo recibido y ante el sentimiento de deuda infinita que tenían hacia él, no podían soportar su enorme presencia.
Los instigadores, los que intrigaron para que los senadores del partido aristocrático se unieran a la conjura fueron, sobre todo, Bruto, Casio, Trebonio y Casca. El primero era hijo adoptivo del autor de ‘La Guerra de las Galias’, de hecho, todo lo que tenía (cargos incluidos) se los debía a la benevolencia de César; es más, cuando éste se enfrentó a Pompeyo en la guerra civil, Bruto se puso de parte del rival de su padre, sin embargo, cuando vencido pidió clemencia, César le perdonó sincera e inmediatamente. Tal gesto de grandeza generó un insuperable rencor en Marco Junio Bruto.

Igualmente, Casio era alguien de quien el dictador nunca sospecharía, a pesar de que primero sirvió a las órdenes de Craso y luego, en su contra, junto a Pompeyo; sin embargo, Julio César no sólo le perdonó la vida, sino que le nombró legado y luego pretor. Por su parte, Trebonio luchó junto a él en contra de Pompeyo, por lo que fue recompensado con cargos importantes; y a pesar de algún fracaso como gestor, César le otorgó nuevos cargos y destinos. Casca, finalmente, fue el encargado de asestarle la primera puñalada, que fue la única que repelió usando un punzón de escribir.

El resto de los conjurados veían que el inteligente político y militar romano acaparaba más y más cargos, con lo que sus ansias de ascenso político (el ‘cursus honorum’) se veían frenadas (está enfermiza ambición de poder se ha demostrado, con el paso de los siglos, insuperable para quienes entran en política). Posiblemente algún asesino lo hiciera por patriotismo (razón esgrimida infinitamente a lo largo de la historia), pero ninguno actuó por venganza.

Curiosamente, tras consumarse el asesinato, Bruto, Casio y los otros se presentaron al pueblo como héroes que habían salvado Roma de la dictadura, pero los romanos reaccionaron de modo opuesto, ya que el político y legislador era muy popular entre los ciudadanos; esto demuestra, una vez más, lo lejos que están de la realidad y de los problemas verdaderos quienes viven exclusivamente en los pasillos y en las penumbras de la intriga política, pues aquellos llegaron a creer que todos compartían su pensamiento.

Curiosamente, el asesinato de César, lejos de las supuestas pretensiones de los asesinos (impedir la dictadura y mantener la república), fue la primera piedra para la instauración del Imperio a cargo de Octavio Augusto.

Respecto a si dijo algo o no en aquel histórico momento, es fácil deducir que si era tan aficionado a las frases sentenciosas (‘Alea jacta est’ o ‘veni, vidi, vici’), su subconsciente le dictara la suprema “¿Tú también Bruto?” o algo similar. Pero por otro lado, poniéndose en su piel en aquel trance, también es fácil concluir que se debió quedar mudo de sorpresa e infinita amargura (más que de terror ante la evidencia de la muerte) al ver que entre los traidores estaban aquellos en quienes más confianza tenía depositada. Así, se tapó la cabeza con la toga para no ver las caras de quienes creía sus amigos. Traición en estado puro. 

CARLOS DEL RIEGO
                                                                                               

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