23 años al lado de su hijo en coma luchando contra la injusticia y parecer de jueces indiferentes, esta mujer es una heroína. |
Un hombre joven entra en quirófano para una operación menor
y sale en coma por negligencia. Los padres denuncian y en principio los
tribunales les dan la razón, pero luego vienen otros jueces y dicen que no, que
no hubo negligencia y que son ellos, las víctimas, los que tienen que pagar…, son
los disparates de esos que se creen los más estupendos y viven en un pedestal
(se sabe de muchos letrados que, una vez alcanzan la judicatura, les niegan
hasta el saludo a sus antiguos camaradas de facultad). Hay que ponerse en esa
situación, hay que colocarse en semejante trance para hacerse una levísima idea
de lo que puede ser: un hijo de veintitantos en coma por la falta de atención de
un profesional, y encima, vienen esa especie de arbitruchos engreídos y dicen
que nada de eso, que el muchacho se puso en coma él solo y nada hay que achacar
a quienes él encomendó su salud y su vida.
El desgraciado joven ha fallecido más de veinte años después
de aquella infortunada operación. Los padres, cansados, agotados, desengañados,
decepcionados, hastiados del sistema, y tras pasar unos cuantos meses acampados
frente al Ministerio de Justicia, finalmente han aceptado la indemnización y
dejan de luchar. A lo largo de esas dos décadas largas el calvario que han
tenido que pasar sus padres y hermanos ha debido ser indescriptible, pero al
parecer, quien jamás se separó de su lado fue su madre. Con total seguridad, padre
y hermanos habrán ido mucho más allá de su obligación para con el enfermo, sin
embargo, la madre es quien echó sobre sus hombros casi todo el peso del cuidado
del hijo impedido. Ella lo lavaba, lo movía y masajeaba para que no le salieran
llagas, le daba la comida, le cambiaba la ropa, seguro que no paraba de
hablarle, de contarle, de animarle a pesar de que, en el fondo, debía sentir la
amargura de la injusticia hasta en el tuétano de los huesos; además, cuentan
los vecinos que por las noches el doliente muchacho daba unos gritos espantosos
(ninguno se quejó nunca), unos gritos que la señora aceptaba sin quejarse. En
fin, la mujer debía estar veinticuatro horas diarias al pie de la cama por si
él necesitaba algo y, ¡quién sabe!, esperando algo así como una curación
milagrosa, deseando que una mañana él se levantara y le preguntara qué había
pasado. Más de veinte años padeciendo tal suplicio se antojan excesivos, un
castigo injusto, más aun si se tiene en cuenta que ella y el padre se pasaron
meses y meses en la calle exigiendo justicia (palabra cuyo significado más de
un togado debería buscar en el diccionario) ante las paredes de un ministerio
que, sin duda, terminarían por hacerles más caso que aquellos que se tapaban
los oídos dentro.
Si alguien se pregunta dónde están los héroes de hoy, ahí
tienen una heroína con todas las letras. Esta mujer sí que tiene mérito, pues
su hazaña no es instantánea, sino que le exigió esfuerzo y dedicación absoluta
durante 23 larguísimos años. Esto sí que merece reconocimiento, esto sí que es
valentía, coraje, fuerza y convencimiento, esto sí que tiene valor moral, valor
humano.
Padres, hermanos y demás familiares habrán arrimado el
hombro todo lo que hayan podido, pero lo que ha hecho esta señora, sólo lo hace
una madre.
CARLOS DEL RIEGO
No hay comentarios:
Publicar un comentario