El cine nunca deja de ser noticia. Recientemente un experto
ha declarado que el 3D está matando el cine, mientras un ex agente de la Cia ha
afirmado que la agencia y Hollywood siempre han sido muy amigos; Disney compra
los derechos de ‘La Guerra de las Galaxias’ y la última del agente James Bond
bate récords (y ello a pesar de que si el tal existiera de verdad, sería
considerado, con razón, un memo engreído y petulante). Sea como sea, el cine ha
perdido mucha creatividad, y ha convertido al espectador (no digamos al
cinéfilo) en un simple comprador, en un paganini, es decir, lo único que
importa es que saque la entrada, lo que ocurra después apenas tiene
importancia. Y debido a esto, las salas cada vez están más vacías y, sobre
todo, aumenta el número de ex aficionados que aseguran que no van al cine
porque muchas veces “salgo con la sensación de haber sido estafado, burlado…,
me da vergüenza que me vean salir de la sala donde se proyecta este bodrio”. Si
además se suma la forma actual de filmar: una vertiginosa sucesión de planos
cortos o cortísimos que se suceden sin dar tiempo ni para asimilar lo que se ve
(tal vez tratando de que el espectador no tenga tiempo de pensar), la huida del
patio de butacas y del gallinero (si es que queda alguno) parece lógica e
inevitable; y si, de postre, se tiene en cuenta que hoy prima el truco de
cámara a la historia que se cuenta, la imagen bonita al guión…, enciende las
luces y vámonos.
Sin embargo, el cine fue otra cosa. Y para reconciliarse con la imagen en movimiento, nada mejor que recordar algunos momentos maravillosamente emocionantes de la historia del cine, y uno estúpido pero con buena prensa.
En ‘El milagro de Ana Sullivan’ (1962) se presenta a una
mujer (una especie de maestra) que luchará para que una niña ciega, sorda y
muda tenga contacto con la realidad. Cuando al final lo consigue, cuando grita
“¡ha comprendido, ha comprendido!”, resulta difícil contener la emoción. Dura y
realista, la peli sobrecoge al espectador, al que lleva de un estado a otro en
el mismo minuto.
Casi olvidada, ‘El maravilloso mundo de los hermanos Grimm”
(1962) narra las peripecias de los inmortales escritores alemanes e inserta la
escenificación de varios de los cuentos infantiles más célebres. Al final, al
hermano serio le otorgan un importante premio, por sus sesudos libros, que
tiene que ir a recoger a la capital; le acompaña en el viaje su hermano, el
alocado y apasionado cuentista, que en el tren le dice al mayor, “cuando los
tipos importantes te pregunten quién soy yo, tú sólo diles que soy tu hermano”.
Pero en la estación, a punto de iniciar los solemnes académicos su discurso, se
escucha el griterío de una muchedumbre de niños que, enterados de la llegada
del fabulista, acuden gritando “cuenta un cuento, cuenta un cuento”. El hermano
formal se dirige entonces al pequeño y le dice “tú sólo diles que soy tu
hermano”… ¡Qué delicia! El sensato y erudito investigador comprendió, por fin,
que el cuento, la fábula infantil, también tiene su importancia, de hecho, los
cuentos son imperecederos y se siguen contando siglos después.
Y dos momentos tan clásicos como reconocidos por todo amante
del cine. Por un lado, la fabulosa escena de ‘Casablanca’ (1942) en la que un
checo pide a la orquesta del bar de Rick que toque ‘La Marsellesa’ para tapar
los cánticos de los nazis; ¡qué fuerza emotiva!, ¡qué torbellino de
irrefrenables sentimientos!, ¡qué cantidad de humana pasión! ¡Qué lección de
valentía y coraje frente a la barbarie!
Y por otro lado, la mil veces repetida de ‘Qué bello es
vivir’ (1946), cuando al final regresa de su pesadilla el protagonista que, ya
en su casa, escucha a su esposa “es un milagro, es un milagro”, y a la mujer
negra que entregándole unos billetes le explica “guardaba este dinero para mi
divorcio…, si alguna vez encuentro marido”. No hay quien pueda resistir la
magia blanca que se desprende de esa situación.
Pero como siempre hay de todo, el cine clásico también
muestra deslices, algunos de los cuales gozan de buena prensa. Por ejemplo, la
afamada secuencia de ‘Lo que el viento se llevó’ en la que la protagonista,
ante un horizonte rojizo, proclama “juro ante Dios que nunca volveré a pasar
hambre”. A pesar de que se tiene por uno de los cuadros cumbre de la historia
de la cinematografía, en realidad es una tontería, puesto que uno puede
proponerse cosas que dependan de sí mismo, por ejemplo, puede prometerse no
volver a esta ciudad o no practicar este ejercicio nunca jamás, pero no puede
proponerse cosas que no están en su mano y son ajenas a su voluntad, por ejemplo,
uno no puede jurarse que no volverá a mojarse cuando llueva o que no volverá a
pasar hambre, ya que uno no pasa hambre por gusto, por decisión propia, de
forma que si no hay comida no podrás cumplir tu promesa y tendrás gazuza, y también
te mojarás cuando la lluvia te pille en la calle. Claro que tal vez la cosa se
deba a la traducción, ya que es posible (sólo posible) que lo que de verdad
diga sea “juro que haré lo posible para no volver a pasar hambre”.
CARLOS DEl RIEGO
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