miércoles, 27 de junio de 2012

PARTIDOS, SINDICATOS Y OTRAS ESTRUCTURAS OBSOLETAS Pensamiento, tecnología, derechos humanos o solidaridad son conceptos que han ido avanzando con el paso del tiempo. Sin embargo, otros como el funcionamiento del partido político siguen anquilosadas en el pasado, sin moverse un centímetro y sin enterarse de que las nuevas situaciones no funcionan con las viejas herramientas


Huelgas y manifestaciones son los últimos
recursos de los sindicatos para demostrar su existencia

Los partidos políticos se han convertido en algo muy parecido a las sectas. Hay un líder absoluto (el candidato a las generales) al que todo el mundo obedece y al que todo el mundo adula y pelotea; luego están los lugartenientes y hombres de confianza que están en casi todos los secretos y que, aunque vean en el líder decisiones o posturas equivocadas, jamás osarán contradecirle o señalarle error, pues pueden caer en desgracia; después siguen los que realizan las labores de propaganda, infraestructura y oficina, que están en el partido a tiempo completo y aspiran a ir subiendo en el escalafón, que son los que se creen (o lo simulan) todas las patrañas pseudoidealistas y demagógicas, que son capaces de tragar embustes de tamaño cósmico porque se lo ha dicho el secretario general, en quien tienen depositada su absoluta confianza más allá de pruebas y evidencias; y por último están los afiliados, las bases, defensores a ultranza de las siglas en cuestión, fuerzas de choque cotidiano siempre dispuestas a actuar de un modo cercano al fanatismo, negando cualquier acusación a sus superiores y subrayando la misma si va contra las siglas rivales.

Así es y se comprueba a diario. Cualquier militante, votante o simpatizante de unas siglas defenderá con convicción fanatizoide esas iniciales, de modo que primero negará las acusaciones poniendo el grito en el cielo y señalando maniobras oscuras del partido rival, y cuando no tenga más remedio disculpará y justificará cualquier conducta reprochable de cualquiera de los nombres de peso del partido; de hecho, antes de juzgar una conducta, el adicto a unas letras se informará de la preferencias políticas del interfecto para, en función de ellas, manifestar su opinión. Y la razón exclusiva es que esos acusados pertenecen al partido, a mi partido, y por tanto son muy buenas personas, lo que les imposibilita para realizar cualquier actuación reprochable; y por otro lado, puesto que son integrantes del partido, de mi partido, sus faltas siempre serán vistas con mayor comprensión. En este sentido no puede extrañar que se escuche, en boca de algunos militantes y simpatizantes, cosas como “yo votaré siempre a este partido aunque le quiten la comida de la boca de mi hijo”, o sea, fanatismo. En realidad, ese comportamiento coincide con el de los hinchas de los equipos de fútbol, que insultarán y menospreciarán a un jugador o entrenador rival..., hasta que un día se integre en el equipo propio; y viceversa, se adora al integrante de nuestro equipo ensalzándose sus virtudes, pero si se pasa a otro equipo sus cualidades deportivas irán desapareciendo.
Partidos y sindicatos funcionan como las sectas,
 con líderes adorados y seguidores fanatizoides
 

Esta forma de entender la política, sectaria e incapaz de ver la viga en el ojo propio, no tiene ninguna razón verdaderamente objetiva, puesto que no se puede ser una gran persona, honrada, capaz, trabajadora, sólo por pertenecer a un partido, del mismo modo que no se es un corrupto, inútil y vago sólo por pertenecer a un partido. Sin embargo, todos los que votan siempre al mismo partido están convencidos de que eso es así, que el hecho de estar integrado en el partido, en mi partido, convierte instantáneamente a la persona en persona ejemplar. Es verdaderamente asombrosa la adicción, la adoración, la sumisión que provocan las iniciales políticas. Y ello a pesar de que da igual a qué siglas y logos pertenezca el político, pues en unos y otros bandos el fin último es siempre el mismo: agarrar puesto, ocupar sillón, trincar cargo..., y quedarse para siempre en la esfera política.
Prácticamente sucede lo mismo en el mundo de las organizaciones sindicales, sobre todo en las más grandes. Para empezar, no dejan de perder afiliados año tras año, pero los que están en lo alto de la pirámide se niegan a perder protagonismo e influencia. En la cumbre está el secretario, presidente o como se le quiera llamar, bajo él los ayudantes y lugartenientes dispuestos a rasgarse las vestiduras, luego vienen los que mantienen la estructura burocrática y por fin los afiliados siempre listos para echarse a la calle a demostrar lo enfadados que están. 

Pero la realidad es que tanto en los partidos como en los sindicatos el fin último es ir subiendo dentro de la estructura interna, ir colocándose poco a poco cerca de los que tienen capacidad de decisión, de los que señalan a los que van en las listas o a los candidatos a tomar puestos de relevancia; para ello lo mejor es ser ‘más papista que el papa’, o al menos parecerlo. Y así es casi desde que se inventaron esas estructuras políticas, no han variado un ápice sus modos de actuación interna y de cara al exterior, siguen funcionando igual que hace años y años y se niegan a dar el mínimo paso. Y por eso, partidos y sindicatos funcionan de modo similar a las empresas, pero a empresas que no producen ni fabrican ni venden productos o servicios, por lo que requieren subvención continua. Por eso, unos y otros se han convertido en trampolines profesionales que llevan a lo más alto de la política, la banca, la empresa..., por eso quien pilla un buen puesto (jefe de sindicato o partido, ministrable o alto representante sindical, encargado de política de esto o lo otro, de relaciones con estos y los otros, de prensa y propaganda ..., incluso de la parte contratante de la primera parte) se dejará matar antes que abandonar el partido o sindicato, pues lejos de su estructura sólo ganaría un sueldo acorde con su valía. Y es que choca ver a los jerifaltes de partidos y sindicatos repitiendo, imitando todos los rasgos del rico ostentoso.

Pero las cosas cambian, el público tiene cada día más elementos de juicio, más herramientas para informarse, más medios para conocer la realidad. El problema es que  los encargados de la propaganda también tienen más utensilios para impartir su doctrina, por lo que el proceso de cambio masivo de mentalidad puede ser lento, pero a la larga, las estructuras, formas de actuar y objetivos de aquellos dinosaurios tienen que ir variando. Gran parte de los problemas se solucionarían eliminando las subvenciones a unos y otros, de modo que tuvieran que sobrevivir sólo con las aportaciones de sus militantes y simpatizantes; pero esta solución es siempre despreciada por quienes viven muy bien en la situación actual, pues sin dinero público (al que creen tener derecho) todo tendría que reducirse: propaganda, empleados, expertos y asesores, cargos, sueldos y dietas, viajes, reuniones, concentraciones y privilegios de todo tipo.
Que las cosas cambien o no, que todo siga funcionando del mismo modo que hace décadas como si la sociedad fuera la misma, depende de la capacidad de búsqueda de información independiente y veraz por parte del ciudadano, de su habilidad para no dejarse convencer por los trucos de los expertos en marketing y manipulación de masas. De todos modos siempre habrá quien, como en el mito de la caverna de Platón, no quiera volverse para comprobar que la realidad está a sus espaldas, no en la pared de la cueva en la que sólo se reflejan las sombras de quienes pasan por delante de la entrada de la caverna.

Además de partidos y sindicatos, también precisan seria remodelación otras gigantescas estructuras, tan costosas como ineficaces. Así el Senado, cuya absoluta inacción, cuya total inutilidad debería llevarlo a la inmediata extinción; bueno sería saber qué hacen los senadores que valga el sueldo que cobran. Del mismo modo las comunidades autónomas, devoradoras de inmensas cantidades y con muchísimos puestos y organismos inservibles y que, además, promueven la desigualdad entre regiones; se las ha descrito como auténticos reinos de taifas con mucha precisión, pues reproducen cada vez más los modelos del gobierno central. Y así podría seguirse con una ristra interminable de entidades oficiales que cuestan muchísimo y no dan nada (fácilmente prescindibles, por tanto), como la consejería de esto y de aquello, el instituto de este y de aquella, la dirección general de lo de más allá y de lo de más acá, el consejo de ciento y el de cuento, el gabinete del bien y el del mal... y sigue y sigue, y cada uno de los integrantes de todos estos conciliábulos parásitos gana por encima de cinco de los grandes al mes, a lo que hay que añadir las consabidas dietas y gastos, que siempre son con cargo a dinero público.
En el fondo, el problema es que el estado y su funcionamiento se lleva más de la mitad de lo recaudado, con lo que queda poco para el ciudadano de a pie, que paga múltiples impuestos y tiene que ver, a diario y sin poder hacer nada, cómo se dilapida y despilfarra, cómo se esfuman asombrosas cantidades.
La solución vuelve siempre a las mismas directrices: quitar privilegios y tiempo de estancia a los cargos públicos y reducir drásticamente su número, suprimir subvenciones a organizaciones tan particulares como los partidos políticos y los sindicatos, retirar organismos... Pero ¿quién que esté bien colocado en el partido o en el sindicato, en el gobierno central o autonómico, en esta o aquella consejería va a levantar su voz para que se supriman organismos y se eliminen privilegios?

CARLOS DEL RIEGO

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