jueves, 31 de enero de 2013

CORRUPCIÓN ES A POLÍTICA LO QUE DOPING A CICLISMO Existe el convencimiento generalizado de que todos o casi todos los ciclistas se dopan, del mismo modo que todos o casi todos los políticos (y sus partidos) meten mano a la caja. Se dirá que es injusto generalizar (lo es), pero lo cierto es que casi a diario unos y otros se empeñan en dar argumentos a los que afirman que todos son iguales

Existe el convencimiento generalizado de que el dóping abunda tanto en el ciclismo como la corrupción en la política

En las últimas décadas ha sido muy raro el mes que transcurriera sin alguna noticia relacionada con la corrupción de los políticos, es algo qua ya no sorprende y que se da por seguro (o casi) incluso entre las opiniones más moderadas. Por buscar una analogía siempre tan de actualidad como la de los servidores públicos trincones, se puede decir que la deshonestidad de esta clase privilegiada equivale al dopaje en el ciclismo. Así, a día de hoy (febrero 2013) el sentimiento generalizado es que, si no todos, la mayoría de los ciclistas utilizan o han utilizado sustancias y procedimientos prohibidos y catalogados como doping; e igualmente hay convencimiento general de que, si no todos, sí casi todos los equipos ciclistas integran a más o menos sospechosos, imputados o ya castigados. Pues en el terreno político ocurre lo mismo: existe la sensación en amplísimas mayorías de la población de que cerca de la totalidad de los que se dedican a esta actividad están más o menos pringados; y por supuesto, es evidente que no hay partido que no haya tenido que dar muchas explicaciones, tragarse sapos y hacer frente escándalos financieros. Parece absolutamente ocioso empezar a recordar casos en los que han estado implicados cargos públicos adscritos a todas las formaciones políticas, y del mismo modo los gerentes y máximos dirigentes de las mismas; curiosamente éstos siempre se escudan en aquello de que “yo no sabía nada”, es decir, en este caso no tienen reparos en hacerse pasar por mindundis y autoproclamarse cantamañanas que no se enteran de nada y a los que todos engañan.

Una vez pillado, el corrupto-dopado primero niega y proclama indignado su inocencia aun con pruebas abrumadoras en su contra; después hay veces que amenaza con tirar de la manta, con enchufar el ventilador para que la suciedad salpique a muchos, tal vez tratando de perderse en una muchedumbre de caraduras, pero a la larga sus palabras son mucho ruido y pocas nueces. Y también es común entre el ciclista y el gobernante tratar de justificarse asegurando que todos lo hacían y lo hacen, y que quien no se metiera gasolina prohibida o echara mano a la caja no tenía nada que hacer ya fuera en la carretera o en los pasillos, despachos y salones de las instituciones.

Sea como sea, que los presuntos servidores públicos están a la que salta es evidente. Unos se lo llevan a la tremenda, pensando estúpidamente que nadie notará nada nunca, pero otros son más sibilinos y arteros, puesto que simplemente aceptan sobresueldos y complementos de todo tipo bajo una apariencia legal, siendo la cosa algo así como una sisa institucionalizada y regularizada por ley; de este modo se puede dar el esperpento de que el presidente del gobierno cobre un suplemento destinado a diputados sin residencia en Madrid mientras vive en el palacio presidencial con todos los gastos pagados…, esto es una inmoralidad que bien puede señalarse como corrupción legalizada e institucionalizada. Sería una auténtica sorpresa, en todo caso, que hubiera un partido de ámbito nacional que no se hubiera visto imputado en corrupciones, corruptelas o ilegalidades, pero está claro que todos participan de las legales.
Eso sí, a diferencia de los ciclistas, los gobernantes tienen el privilegio de otorgarse beneficios y asignarse sueldos y pluses sin que haya quien se oponga, puesto que, curiosa aunque no sorprendentemente, jamás se produce la mínima discrepancia entre los partidos y sus representantes cuando se debate en torno a los dineros que han de percibir los integrantes de la casta privilegiada.     

Pero lo peor de tan común asunto, lo verdaderamente desalentador es que, en caso de que los chorizos sean cazados, al final no pasa nada, se soluciona todo entre abogados, jueces y fiscales que se reúnen en oscuro aquelarre con quién sabe qué intenciones. Pero al terminar la cosa, el sinvergüenza se va tan tranquilo: paga una multa, dos años de libertad vigilada, amenaza de cárcel a la próxima, inhabilitación..., y ese es todo su castigo, puesto que jamás devuelven el dinero robado. Será por eso que gustan tanto las películas en las que los malos pagan sus fechorías: porque en la vida real eso no pasa casi nunca, y por eso el ciudadano quiere ver al malo pasarlo mal aunque sea en la ficción.  

CARLOS DEL RIEGO



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