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Hubo un tiempo en que el pop español ocupaba las mejores horas de la televisión. |
Hay actualmente profesiones y sectores profesionales que
están al borde del KO, igual que el boxeador que ha recibido un golpe nítido y
está groggy, aturdido y con las piernas de trapo, tambaleante y desconcertado,
sin saber por dónde le vienen los golpes y, lógicamente, sin tener la mínima
idea de cómo solucionar los problemas que le dejan sin defensa. Estos sectores
son los que a la situación de crisis generalizada añaden una recesión
específica; por ejemplo la prensa de papel, el cine en la sala o la industria
del pop español, que actualmente está instalada en una depresión inmovilizante.
¿Cómo se ha llegado a la situación desesperada en que viven la mayoría de los
músicos que hace unos pocos años siempre tenían trabajo?
La cosa comienza cuando irrumpe la nueva ola y la movida madrileña,
momento que se puede situar en los primerísimos años ochenta del siglo pasado.
Aquello tuvo tal potencia, tal grado de penetración entre el público, tal
presencia en la vida no sólo cultural de España, que todos los ayuntamientos
(grandes y pequeños) llegaron a la conclusión de que para que sus fiestas
patronales fueran de postín había que traer a uno (o dos o tres) de los grupos
emblemáticos de la movida; eso daba prestigio, el nombre de la población
aparecía en los medios y la actuación atraía gente desde muchos kilómetros. Y para
conseguirlo los alcaldes y concejales encargados de fiestas estaban dispuestos
a pagar lo que se les pidiera (¡qué fácil es gastar el dinero público!) para
que el grupo tal actuara en su municipio, para que algo de la movida pasara por
su pueblo o ciudad; los managers y representantes de los artistas, que nunca
han sido tontos, pidieron y pidieron, presentaron cachés disparatados,
honorarios descabellados, con la sorpresa (alguno así lo manifestó) de que los
dirigentes municipales aceptaban los precios a la primera y sin rechistar, de
modo que siguieron subiendo las cantidades. A la vez, las cifras de ventas iban
viento en popa. Se puede afirmar que a mediados de los años ochenta del siglo
XX el pop español estaba en la cima, había pasado de la clandestinidad a los
mejores horarios en televisión, de ser música para unos pocos a que todo el
mundo tarareara los grandes éxitos, a vender cantidades asombrosas, a sonar en
vivo a diario por toda España.
Pero ya entonces no todo eran buenas noticias, pues
paralelamente los empresarios privados apenas podían contratar, ya que eran
incapaces de competir con la concejalía de fiestas, de modo que si querían
conciertos de grupos de la movida (y no sólo de la madrileña) tenían que correr
grandes riesgos, perder dinero en taquilla muchas veces o renunciar a las
bandas más emblemáticas. Pero claro, esa burbuja también estalló.
Así, a principios de la década siguiente la mayoría de los
ayuntamientos empiezan a dejar de pagar lo que se les pide, pero los
representantes quieren seguir sacando un poco más de jugo a los buenos tiempos,
así que se ofrecen a los promotores privados con ligeras rebajas primero y mayores
después, al comprender cómo estaban las cosas; el problema es que el público se
había acostumbrado a ver a los grandes de la movida gratis, por lo que había
perdido algo de interés, y además la inercia de la movida había terminado. A
todo esto, el capítulo de ventas de discos (la otra base de la industria)
empezaba a mostrar indicios preocupantes, pero no lo suficiente para que la
industria temiera por su posición dominante.
Sin embargo, las cosas empiezan a no funcionar, y a mediados
de los noventa la crisis enseña la patita, de modo que las ventas comienzan una
caída más que inquietante. Los agentes de los grupos comprenden finalmente que
es preferible cobrar la mitad de la mitad y actuar que quedarse en casa todo el
año, por lo que al descenso de las ventas se puede oponer un cierto aumento de
los directos, ya que a mediados de aquella década se organizan todo tipo de
giras; tanto en grandes recintos o en escenarios de mediano aforo, en salas
pequeñas o en teatros con el público al alcance de la mano, los conciertos
están a la orden del día. Pero sólo fue durante un corto espacio de tiempo.
La llegada del nuevo siglo no hizo más que agravar todos los
problemas. De repente, dejan de venderse discos de modo drástico; Internet y
todos los dispositivos electrónicos capaces de reproducir música dieron la
puntilla a la industria discográfica (¿alguien recuerda el top manta?), pues el
soporte físico deja de ser imprescindible, y en consecuencia, a día de hoy
apenas se venden discos. La competencia del resto de ofertas de ocio arrincona
al mercado de la música, de forma que ha perdido (según los expertos) alrededor
de un 75% de las ventas en España. A finales de 2012 las discográficas y el
resto de la industria aun no han asimilado los golpes, por lo que siguen al
borde del KO.
Y en cuanto a los conciertos, afirman los profesionales que
hoy se celebran menos de la mitad y con cachés a veces vergonzantes. Y todo
este desplome se ha producido en un espacio de tiempo relativamente corto; es
más, en un par de décadas se han sucedido cambios de tendencia radicales, con
momentos de euforia seguidos de melancolía, aunque siempre con la tendencia
general hacia abajo. Hoy, en la segunda década del siglo XXI, los ayuntamientos
no contratan nada, es más, deben enormes cantidades a las agencias de
contratación, apenas se venden discos (la industria discográfica como estaba
montada está muerta aunque aun no lo sepa o no quiera admitirlo) y se celebran
menos conciertos y con increíbles rebajas en los cachés; los que pueden se
montan giras en solitario, otros organizan conciertos acústicos en salas
pequeñas, y otros simplemente buscan otras salidas profesionales lejos de la
música. La actualidad muestra a muchísimos músicos de pop, rock y derivados
totalmente desocupados, sin trabajo, sin actuar y sin vender, incluso algunos
con gran renombre afirman llevar meses sin actividad profesional a pesar de
tener disco nuevo en el mercado, una situación que los ha dejado anonadados,
sin capacidad de reacción.
Esa inactividad y las monstruosas deudas que tienen los
ayuntamientos con las agencias de contratación (muchas de conciertos de hace
años), han arrastrado a empresas de sonido e iluminación, de transportes y de
producción, estudios de grabación, tiendas de discos, músicos de estudio,
técnicos… Todo ese trabajo ha dejado de ser productivo.
Y así están las cosas, sólo unos pocos artistas tienen
trabajo, los conciertos de alcance que llenan el aforo son cada vez menos; los
grupos no profesionales siempre lo tienen más fácil para tocar, mientras los
‘de clase media’ están casi retirados por inactividad. Y en cuanto a los
discos, sólo hay que comprobar que las tiendas han desaparecido (casi todas) y
que sólo los grandes almacenes e Internet mantienen las ventas apenas unos
pasos antes de la bancarrota.
En pocas palabras, aquellas subvenciones de los días de vino
y rosas, junto a los cambios estructurales de la industria que no se quisieron
ver, han llevado a la música española a una situación desesperada, al menos
para gran cantidad de profesionales; se puede asegurar que el pop español, en
general, ha mordido el polvo…; por cierto, en otros países la caída de ventas
ha sido gradual y se ha detenido antes, mientras que las entradas baratas
siguen permitiendo recintos llenos.
No hay que olvidar que la subvención tarde o temprano se
acaba, dejando entonces a la vista el verdadero estado de las cosas. Y todo
esto sin indagar en la calidad media ni comparar a los grupos y las canciones
en aquellos inolvidables años con los de los posteriores. Esto lo dirá (si no
lo ha dicho ya) el tiempo.
CARLOS DEL RIEGO