En barcos como este, aquellos tipos duros llegaron a todos los confines del planeta superando infinitas penurias (réplica de la Nao Victoria, la primera que circunnavegó el mundo). |
Hace
alrededor de quinientos años se desató un impulso irrefrenable por explorar la
Tierra, por descubrir territorios desconocidos, por averiguar la forma, la
disposición y localización de todas las tierras y mares del planeta y, también,
claro, por encontrar fama y fortuna. Inevitablemente, los encuentros entre los
aventureros y los nativos produjeron muchas víctimas, la mayor parte de las
cuales se debieron a las enfermedades, ya que un mundo estaba aislado del otro
y el nuevo no había padecido las epidemias y dolencias para las que el viejo ya
había desarrollado defensas; por otro lado parece tonto pensar que los dos mundos
iban a permanecer aislados eternamente, o lo que es lo mismo, tarde o temprano
iban a encontrarse, con lo que los contagios y la lucha eran absolutamente ineludibles;
asimismo hay que recordar que todos los pueblos con los que pelearon los
expedicionarios estaban en continuas y sangrientas guerras entre ellos antes de
que ningún europeo pisase sus tierras.
El
caso es que hay personas que hoy, cinco siglos después (a toro bien pasado),
cuestionan aquellos viajes a lo desconocido y preguntan por qué y para qué
aquellos se aventuraron a comprobar cómo era el planeta. La mejor respuesta
está en otras preguntas: ¿Por qué fueron a la luna?, ¿por qué se envían sondas
y naves a otros planetas y se escudriña el universo buscando indicios de vida?,
¿por qué escalaron el Everest?, ¿por qué arriesgaron la vida para pisar el Polo
Norte y el Polo Sur?, en fin, ¿por qué el Homo Sapiens salió de África? Hay una
respuesta para todo: la curiosidad, el deseo de aprender, de averiguar, de ver
qué hay más allá…, o sea, el deseo de descubrir y progresar. Sin embargo, hay
mentes simples (y mediocres) que desearían que jamás se hubiesen emprendido
aquellas auténticas odiseas, de lo que se deduce que si de ellos hubiese
dependido, permanecería el convencimiento general de que el mar terminaba en un
abismo. ¿Que hubo muertes?, indiscutible, pero antes o después los que vivían
más allá del océano estaban obligados a entrar en contacto con las enfermedades
y, por otro lado, las violencias que se produjeron allí nunca fueron distintas
a las que se producían por aquí; y se puede añadir que las sociedades de los
nativos de los nuevos mundos seguían (más o menos) en el Neolítico.
Otra
cuestión que suelen denunciar los partidarios de no moverse de casa es que no
se puede hablar de ‘descubrimiento’, puesto que, explican, esas tierras ya eran
conocidas por los indígenas que las habitaban. Sin embargo, la cosa no es tan
sencilla; refiriéndose a América, por ejemplo, la realidad es que los
americanos de 1492 no habían perfilado las costas ni dibujado mapas que
mostraran la forma y extensión del continente, no habían emprendido viajes de
exploración y aprendizaje ni, claro, señalado dónde estaban los ríos, montes,
bosques o desiertos. En definitiva y dicho fríamente, no sabían dónde estaban,
no tenían ni la menor idea de cómo era el trozo de tierra que los albergaba.
Baste decir que ni siquiera le habían puesto nombre al continente. Por tanto,
sí es oportuno señalar la llegada de las tres carabelas como un auténtico
descubrimiento, ya que, una vez explorado y cartografiado, los indígenas
también descubrieron cómo era el lugar donde vivían, dónde estaba situado y qué
había en el resto del planeta. Todos descubrieron con el ‘descubrimiento’.
Por
último, hay que ponerse en la piel de aquellos valerosos y bragados aventureros.
Cuando se lanzaban al mar sabían que estaban absolutamente solos en la
inmensidad, que nadie los socorrería en caso de necesidad y que eran los únicos
navegando por esos mares (nulas posibilidades de encontrarse con otro barco).
Lo que no sabían es con qué se iban a encontrar, si había monstruos marinos, si
desaparecerían engullidos por las tormentas o si perecerían de hambre y sed en
medio del océano. Y, una vez en tierra desconocida ¿cómo serían sus habitantes,
sus animales, su vegetación? Todos los que se embarcaban en aquellos cascarones
eran conscientes de que les esperaban penurias infinitas, pero debían ser unos
tipos ‘muy echaos palante’, es decir,
seguro que los tenían cuadraos. Muchas
veces se vieron obligados a comerse el cuero de los correajes y beber agua
contaminada con orines de rata, contraerían escorbuto y otras enfermedades e
infecciones y, si eran capturados vivos, sabían que les esperaba el sacrificio.
Hay
que ponerse en la piel de aquellos tipos y situarse en aquellos años, hay que
tener en cuenta la ‘tecnología’ y el pensamiento de la época (carente de
conceptos hoy aceptados), hay que imaginarse cómo sería la búsqueda de un paso
del Atlántico al Pacífico por un mar tan ‘tranquilo’ como el de la región de
Cabo de Hornos, hay que pensar cómo serían tres meses atravesando el Pacífico
Sur sin tener claro a dónde iban o si algún día llegarían.
¡Qué
gente, qué valientes, qué atrevidos! Tipos duros de verdad. Pero gracias a
ellos la Humanidad supo definitivamente, exactamente, cómo es esta Tierra.
CARLOS
DEL RIEGO