Sin pensar ni calcular consecuencias, sin maldad ni juicio, Zapatero se fue a cenar con el enemigo |
La segunda no tiene mayor relevancia, pues es la
cosa más común. La primera tiene gran significación, puesto que da impresión de
deslealtad irse a conferenciar con la mayor amenaza para su grupo político de
toda la vida, y ello además a espaldas del cabeza de lista que, se supone,
debería contar con su apoyo incondicional. Sin embargo, conociendo al
personaje, como toda España lo conoce a estas alturas, hay que colegir que no
lo ha hecho con aviesas intenciones, con maldad, ya que no es Zapatero este
tipo de gente. No, el expresidente no es un personaje artero y sibilino, tampoco
corrupto o codicioso, nada de eso, él es simplemente corto de entendederas, un
hombre simple que actúa inconscientemente y sin calcular las consecuencias de
sus actos. Así lo demostró cuando, ocupando tan importante cargo, declaró que aceptaría cualquier
decisión surgida del parlamento de Cataluña, cosa que dio un poderoso impulso
al nacionalismo separatista, un impulso cuya inercia se mantiene a pesar del
tiempo transcurrido. Lo corroboró cuando soltó en el Congreso, de improviso y
sin encomendarse ni a Dios ni al Diablo, que daría 400 euros a cada español,
ocurrencia que dejó de piedra a su ministro de Hacienda (Solbes); esta
majadería costó una millonada a las arcas públicas y no resolvió nada a nadie. Ratificó
definitivamente su estrechez mental cuando se acercó a consolar a un familiar
directo de una víctima del terrorismo con algo así como: “te entiendo muy bien,
también mataron a mi abuelo”; como si perder a un padre, hijo o marido fuese lo
mismo que perder a un abuelo veinte años antes de haber nacido… ¡Y qué decir de
cuando negociaba con los asesinos a la vez que éstos asesinaban!
Su actitud irreflexiva, su forma de hablar y actuar
es típica de una persona que no piensa lo que va a decir y hacer. Muchos
leoneses que lo conocieron antes de ser un pez tan gordo, antes de que entrara
en política, antes incluso de alcanzar la mayoría de edad, podrían contar unas
cuantas anécdotas, situaciones y hechos desconcertantes acerca de este buen
señor.
Como se sabe, él ha vivido casi toda su vida en
León, una ciudad pequeña en cuyo centro todo el mundo termina por encontrarse y
por saber de todo el mundo. Tendría el joven Zapatero unos 15, 17 años, cuando
frecuentaba un bar llamado El submarino (era largo y estrecho) para echar la
partida a las cartas; perdía casi siempre, claro, y por una causa u otra debía
dinero a la mitad de los jugadores. Un día lo cazaron haciendo trampas y, como
es lógico, le llamaron de todo y le dijeron que no volviera por allí, que nadie
jugaría con él. El hecho no pasa de una tontería de adolescente; pero lo del
día siguiente es muy revelador: a la hora de siempre allí apareció como si nada
hubiera ocurrido. Anonadados, los demás le gritaron que a qué volvía, que era
un tramposo…; él callaba y mostraba una grande y pasmada sonrisa,
incomprensiblemente ajeno a la situación, evidenciando una sorprendente falta
de recursos mentales para entenderla, como si no fuera capaz de asimilar lo
vergonzante del trance. Los jugadores se volvieron a sus naipes y coincidieron
en un rotundo y general “¡este tío es tonto!”.
Tras terminar Derecho a trancas y barrancas y contra
el pronóstico de sus más allegados (conocedores de su limitada capacidad de
trabajo y voluntad) sustituyó a un profesor durante dos o tres meses. Los que
tuvieron la suerte de acudir a sus clases afirman que era caótico, incapaz de
terminar una explicación, se dispersaba y concluía muy lejos de la cuestión a
tratar. Asimismo, una de sus alumnas cuenta cómo este profe le suspendió un
examen del que salió contenta, de manera que cuando fue a pedir explicaciones comprobó
que el hombre no había dado la vuelta a la página y, por tanto, no había leído
todo el ejercicio…; el amigo Zapatero le dijo a la chica que no tendría
problema con la nota.
Sin solución de continuidad el curioso y simplón
personaje pasó del pupitre al sillón oficial, pues nunca estuvo verdaderamente
incorporado al mercado laboral. Así, cuando ocupaba uno de sus primeros cargos,
recibió a unos jóvenes que le fueron a pedir subvención para una iniciativa
cultural. Cuentan los interesados que el tipo habló mucho más que los
pedigüeños, glosó las excelencias de la cultura en general y las bondades del
proyecto en particular. Sin embargo, una vez terminada la reunión, los
solicitantes se preguntaron entre ellos en qué había acabado la cosa, es decir,
no tenían claro si ese señor tan sonriente y parlanchín les iba a soltar la
pasta o no…, en fin, que se marcharon recordando que primero les dijo que sí,
luego que era casi imposible, después que tal vez y, finalmente, que no se
preocuparan. Como era de esperar, el asunto cayó en el saco del olvido.
No, Zapatero nunca fue calculador, astuto o sagaz, nunca
capaz de sutilezas, y las trampas que a lo largo de su vida ha consumado no han
tenido planificación y cálculo de beneficios; nada de eso, sus maniobras y
marrullerías han sido producto más de la ausencia de intelecto que de verdadera
maldad. Si a su imposibilidad para detenerse un segundo para pensar en los
resultados de sus actos se suma su evidente falta de merecimientos (siempre receló
del mérito), y a ello se añade su temor al esfuerzo, el resultado es la
mediocridad. Lo malo es que, sin comerlo ni beberlo y aprovechando una
situación excepcional, llegó nada menos que a presidente de gobierno. Como no
podía ser de otro modo, la medianía guió al pueblo con resultados calamitosos
en muy diversos campos.
La última que se le ha ocurrido a esta especie de Ignatius
J. Reilly ha sido agasajar, complacer en reunión supuestamente secreta al
contrincante político. En alguien con más seso podría definirse el asunto como
pura traición. En Zapatero, como en el protagonista de ‘La conjura de los
necios’, es sólo sandez. Inopinada y desconcertante sandez.
La trayectoria vital del presidente emérito es una muestra
de que es posible triunfar en la vida siendo alérgico al trabajo y careciendo
de talentos y virtudes.
CARLOS DEL RIEGO