El guipuzcoano Blas de Lezo infligió una de las mayores derrotas a la armada británica en toda su historia, pero en España es un perfecto desconocido |
La larga, intensa y riquísima Historia de España está
saturada de episodios de carácter bélico, algunos vergonzantes y otros
verdaderamente gloriosos (eso sí, todo hay que verlo en su contexto y no
valorar ni juzgar nada desde el actual punto de vista y usando mentalidad de
hoy). Desgraciadamente, abunda ese espíritu hispano que se suele detener y
rebozar en los fracasos propios, olvidando, menospreciando o desacreditando los
éxitos que muchos españoles han protagonizado a lo largo de la historia; de
hecho, acontecimientos mucho menos meritorios que los realizados por ibéricos
son ensalzados en sus países como logros
prodigiosos. Por ejemplo, en España apenas se sabe de sucesos tan sabrosos como
el conocido como La Guerra de la Oreja de Jenkins (o Guerra del Asiento), ni de
las hazañas de verdaderos héroes, como el vencedor de dicha contienda, Blas de
Lezo.
Tras la Guerra de Sucesión, España hubo de tragarse el sapo
del Tratado de Utrech, que supuso, entre otras cosas, la pérdida de Menorca y
Gibraltar a manos de Inglaterra, potencia que también logró el Asiento de
Negros (algo así como el importador de esclavos para América) y el ‘navío de
permiso’ (licencia para comerciar con la América Hispana pero sólo con un navío
de 500 toneladas), entre otras concesiones. Sin embargo, los barcos ingleses se
saltaban el tratado casi a diario, comerciando con América y ejerciendo la
piratería sin retraerse lo más mínimo; en fin, que los encontronazos de todo
tipo, principalmente por asuntos americanos, entre España e Inglaterra eran
continuos. Así, en el año 1731 un contrabandista inglés llamado Robert Jenkins
(seguro que también pirata o corsario) vio como un barco español al mando de
José León Fandiño, apresaba su nave confiscándole la carga; pero no contento
con ello, Fandiño le cortó una oreja a Jenkins y, entregándole el apéndice
seccionado, le espetó desafiante: “Dile a tu rey que lo mismo le haré si a lo
mismo se atreve”. La cosa, en principio, no pasó de ahí, apenas tuvo difusión y
relevancia.
Pero España e Inglaterra continuaban su escalada de
enfrentamientos (por motivos comerciales, económicos y de dominio en el nuevo continente),
de forma que, en 1738, tanto los políticos como la opinión pública inglesa
clamaban por declarar la guerra a España. Y para excitar sentimientos
patrióticos y chauvinistas, los opositores al primer ministro (Walpole, que no
quería guerra) llevaron a la Cámara de los Comunes al desorejado Robert
Jenkins, que se presentó con su pabellón auditivo en un frasco y repitió la
advertencia que, años atrás, le había hecho el capitán español. Lógicamente, el
orgullo inglés no podía permitir tal insolencia, así que la guerra estaba
servida.
Seguros de su victoria, Inglaterra envió una enorme armada con 186
barcos y más de 25.000 hombres para someter a todas las plazas americanas que
pudiera. Tras unos primeros éxitos (por cierto, el himno inglés, ‘God save the
Queen’, se presentó en este contexto, en 1940, para celebrar aquellas pírricas
victorias), el almirante Vernon intentó tomar la ciudad española más
importante, Cartagena. Para ello bombardeó metódica y constantemente dicha
plaza con sus barcos, pero los defensores, al mando de Blas de Lezo, resistían
obstinadamente y causaban enormes bajas a los ingleses. Vernon lo intentó de todas
las formas posibles y con todo lo que tenía, de frente y por detrás
(atravesando la selva y perdiendo cientos de soldados a causa de enfermedades),
asaltando las murallas, bloqueando la entrada…, una, otra y otra vez. Pero con
menos de un millar de defensores (y la ayuda de las fiebres tropicales),
Cartagena resistía gracias a la destreza y arrojo de Blas de Lezo Olabarrieta,
un veterano curtido en mil batallas (había perdido una pierna por el impacto de
una bala de cañón cuando tenía 17 años, un ojo dos años más tarde cuando una
astilla le reventó el globo ocular, y un brazo cuando, con 26 años, recibió un
tiro que le inutilizó un brazo), un militar de enorme talla que, en otro país,
sería considerado héroe nacional y gozaría de la admiración general. En fin,
Lezo Olabarrieta derrotó en toda regla a Vernon (por cierto, los espías
españoles ayudaron lo suyo), sin embargo, como el inglés creía segura la
victoria antes de tiempo, envió un mensaje a Inglaterra anunciándola, de forma
que tras su fracaso, al regresar con su flota destrozada y muy menguada, tuvo
que contar la verdad, pero el rey inglés prohibió que tal cosa se supiera, e
incluso cuando murió, Vernon fue enterrado en el cementerio de los héroes.
Puede decirse que la guerra quedó en tablas y dejó de combatirse en 1742, pero
como inmediatamente se produjo otro conflicto armado en Europa, la Guerra de la
Oreja de Jenkins no terminó oficialmente hasta 1748.
Aquella derrota del orgulloso almirante Edward Vernon a
manos de un vasco manco, cojo y tuerto guipuzcoano está considerada como una de
las mayores derrotas de la Armada Inglesa en toda su historia. Pero en España
el episodio es, incomprensiblemente, desconocido, igual que Blas de Lezo, que
carecía de brazo, pierna y ojo, pero tenía un par de narices y le sobraba
templanza y presencia de ánimo, valentía y sabiduría, humor y arrogancia: “Para
venir a Cartagena, el rey de Inglaterra tiene que construir otra escuadra
mayor, porque esta queda sólo para llevar carbón”.
CARLOS DEL RIEGO