Fulgencio García fue a la URSS a hacer un curso de tres meses, pero fue encarcelado durante quince años sin delito, ni acusación, ni juicio
Funcionarios, aviadores, marineros y
republicanos españoles de diverso pelaje fueron retenidos sin acusación, sin
juicio ni motivo, o sea, secuestrados, por la URSS En los inciertos y violentos
años treinta y cuarenta del siglo pasado
El régimen estalinista de la Unión
Soviética fue uno de los más los más extremos, paranoicos y deshumanizados
totalitarismos del siglo XX. Allí todo el mundo era sospechoso: altos cargos
del partido, militares, poderosos funcionarios, ciudadanos a pie…, cualquiera
podía ser detenido, juzgado o no, y enviado al paredón o a Siberia; no
importaba si había acusación, pruebas o testigos, lo que nunca había era
abogado defensor. Y si el que era señalado por el NKVD o cualquier otra policía
política era, además, extranjero, las sospechas se convertían automáticamente
en condena, como pasó con muchos españoles republicanos e incluso comunistas.
Trágica y a la vez ridícula es la
desventura padecida por un grupo de comunistas españoles que, al terminar la
Guerra Civil Española, se fueron al exilio en Francia; cuando ésta fue ocupada
por los nazis fueron capturados y deportados a Alemania como mano de obra
forzosa. Luego, en 1945, al entrar los rusos en Berlín, aquellos españoles,
viéndose libres de los nazis, crecidos y envalentonados, deciden esperar al
Ejército Rojo en la ya abandonada Embajada de España, donde, henchidos de
orgullo, izaron una bandera republicana y otra roja. Pero al llegar los
oficiales soviéticos los tomaron por el embajador español y los demás
componentes de la legación, todos acompañados por sus esposas e hijos. Aquellos
desgraciados españoles trataron de explicar que eran comunistas, que eran
republicanos, que no eran diplomáticos franquistas y que si estaban en la
embajada era porque la habían ocupado para recibir, como se merecían, a sus
camaradas del Ejército Rojo que acababan de derrotar a los nazis. No hubo forma
de convencer a los militares y a los funcionarios soviéticos, así que, de
entrada, fueron enviados a un campo de concentración cerca de Moscú, y luego a
otro, y luego a otro… Veinte años después, aquel grupo de desdichados
republicanos españoles que quisieron agasajar a los soldados soviéticos seguían
secuestrados en la URSS aunque no pesaba sobre ellos ninguna acusación. Claro que, con total
seguridad, Moscú ya sabía que aquellos no eran diplomáticos franquistas.
Durante los tres años de la Guerra
Civil, la República envió muchos barcos a recoger material bélico a los puertos
de la Unión Soviética. Pero no pocos de aquellos barcos fueron incautados con los
pretextos más peregrinos (errores en la documentación, papeles, permisos,
embarques…), de manera que para julio de 1939 eran nueve los buques que la
principal aliada del bando republicano se había quedado: el Cabo San Agustín,
el Juan Sebastián Elcano, el Cabo Quilates, el Inocencio Figueredo, el Mar
Blanco, el Isla Gran Canaria, el Marzo, el Ciudad de Tarragona y el Ciudad de
Ibiza. La mayoría de sus tripulantes fueron repatriados rápidamente, pero hubo
otros, alrededor de cincuenta, que fueron retenidos en Unión Soviética; ¿por
qué a unos se les dejó marchar sin problemas y a otros no?, ¡quién sabe! El
caso es que la policía política, llegado el momento, les preguntó qué opción
escogían: quedarse a vivir en la URSS y adoptar su nacionalidad, volver a
España o irse a terceros países. Los que eligieron quedarse fueron enviados a
los koljós (granjas colectivas) y de ellos nunca más se supo, quienes dijeron
que preferían irse a México o Francia siguieron retenidos (en realidad,
secuestrados), pues los rusos entendieron como un desprecio que quisieran vivir
en esos países antes que en la Rusia que los había acogido; y los que se
atrevieron a pedir volver a España fueron repatriados sin más, pues la policía
política pensaba que serían represaliados por el aparato franquista. Al pasar
el tiempo, los que no pudieron salir fueron detenidos y enviados de un campo de
concentración a otro; a varios se les perdió la pista para siempre (por ejemplo
al capitán del Mar Blanco, Ángel Leturia, y otros cuatro marineros), mientras
que al resto se les embarcó en el río Yeniséi (frontera entre Siberia
Occidental y Central) hasta el Círculo Polar Ártico para construir carreteras.
Luego fueron enviados a otro campo del Gulag para, unos dieciocho años después,
ser finalmente repatriados. Al igual que los anteriores, no habían sido ni
acusados, ni juzgados, ni condenados: fueron secuestrados. Al regresar ya eran
profundamente anticomunistas.
Durante 1938 el Gobierno Republicano
envió muchos estudiantes a la escuela de pilotos de Kirovabad (hoy Ganja), en
Azerbaiyán. Al terminar la Guerra Civil quedaban allí unos doscientos. Las
autoridades soviéticas les hicieron la misma pregunta, ¿quedarse o irse? Un
tercio, más o menos, decidió quedarse, y el resto pidió irse a Argentina,
Chile, México… Pasado un tiempo y tras presiones y promesas, otros cuarenta
comunican su deseo de adoptar la nacionalidad rusa, mientras que algunos
optaron por quedarse sólo hasta que terminara la II Guerra Mundial. El resto
fue recluido en una ‘residencia’ llamada Monino; de ésta, a principios de 1940
fueron fusilados cinco de ellos, los que con más insistencia exigían su
liberación. Los pilotos republicanos, entonces, deciden pedir ayuda a las embajadas
de los países aliados de la URSS, pero sólo tres de ellos consiguieron salir de
allí al acreditar tener familiares en otros países. Después de meses de
retención y vigilancia (ya en 1941) aquellos aviadores españoles que habían
resistido casi lo irresistible para conservar su dignidad y nacionalidad, son
finalmente detenidos, iniciando el consabido viaje por el Gulag, de un campo
siberiano a otro. Fueron repatriados en 1954 (ya muerto Stalin) echando pestes
del comunismo y los comunistas…
Todo el mundo conoce las atrocidades
cometidas por los nazis en Auschwitz, Mauthausen o Treblinka, pero apenas se
sabe de las perpetradas por los soviéticos en Jarkov, Cherepovets o Kolimá. Ambas
dictaduras están a la par.
CARLOS DEL RIEGO
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