Johnny y Joey, inseparables antagonistas. |
Hay personas que desarrollan incomprensibles
obsesiones, irracionales manías por un artista, especialmente dentro del
universo de la música pop y rock. No se trata del fenómeno fan en su sentido
estricto, sino más bien eso que los estadounidenses llaman química; hay quien
asimila con enorme facilidad, con emoción y regocijo todo aquello que produce
un grupo musical, pero no experimenta tales sentimientos con otros de parecida
propuesta e incluso con creaciones más inspiradas.
Por ejemplo, existe entre los amantes del pop y el
rock la figura del fan de los Ramones, ese que está siempre dispuesto a
escuchar cualquier pieza de los ‘locos de Forest Hills’ a pesar de que es
innegable que casi todas están cortadas por los mismos tres o cuatro patrones;
ese que disfruta con sus burdas interpretaciones aunque ninguno de sus
integrantes se acerca ni de lejos al virtuosismo; ese que siente hervir la
sangre pese a que el sonido no puede ser más esquemático, tosco, rudimentario.
Pero así es, existen gentes con el pensamiento desordenado que, contra toda
razón, experimentan gozo con estos mostrencos. Tiene que haber de todo.
Por ejemplo, el 15 de abril se cumplieron trece años
de la muerte de Joey Ramone, y en septiembre del corriente habrán pasado diez
de la de su ‘enemigo’ Johnny Ramone. Todo el que tenga algún interés por esta
banda neoyorkina, cuyo principal mérito es, simplemente, haber cambiado el
curso de la historia del rock al haber publicado el primer disco verdaderamente
punk (en 1976), todo aquel que sepa de qué va esto sabrá que el cantante y el
guitarrista no se llevaban bien, no hacían buenas migas, eran agua y aceite.
Pero se necesitaban. Como todo iniciado conoce, estuvieron casi veinte años sin
hablarse; el larguirucho Joey era muy izquierdoso, mientras que el guitarrista
cafre tenía como mejores presidentes de USA a Regan, Nixon y Bush hijo; aquel
era pacifista y éste seguidor de la Asociación Nacional del Rifle; al cantante
le encantaba detenerse y disfrutar de los lugares por los que pasaban, pero el
malhumorado Johnny iba a lo que iba y no miraba más (“En Inglaterra se
empeñaron en parar a ver Stonehenge, pero yo ni bajé del autobús, cabreado de tener
que esperar a que vieran un montón de piedras”, dijo en una entrevista recogida
en el libro ‘Commando’); el vocalista con gafas padecía un trastorno
obsesivo-compulsivo, de manera que a veces se ponía a cruzar una puerta una y
otra vez, una y otra vez, o tocaba insistentemente cualquier objeto repitiendo
el gesto durante media hora, o abría y cerraba puertas o ventanas sin ton ni
son…, por su parte, el agresivo macarrilla debía mirarlo como a un majara. Y
además, entre otros muchos motivos de discrepancia, está lo de la novia que
Johnny le quitó a Joey; Marky Ramone (uno de los dos baterías que tuvo el
grupo) explica que sí, que uno le birló la chica al otro, pero que éste tenía otras
nenas a su alrededor, y que aunque le debió fastidiar, pronto se le pasó, es
más, afirma que el tema ‘The KKK took my baby away’ (‘El Ku Klux Klan se llevó
a mi chica’), que todo el mudo asegura que escribió Joey identificando a Johnny
con el clan racista, no tiene tanta profundidad. Sea como sea, irreconciliables.
Cuando Joey fue ingresado a causa del linfoma que lo
llevó a la tumba, Johnny ni siquiera fue a visitarlo al hospital (tampoco Dee
Dee, el bajista, demasiado ocupado buscando la siguiente dosis). El obsesivo gafotas
de dos metros murió el 15 de abril de 2001. Para entonces al Ramone pendenciero
(Malcom McLaren podría contar la que Johnny le atizó en LA en 1978) ya le
habían diagnosticado cáncer de próstata; siempre dijo que la semana posterior a
la muerte de su imprescindible ‘enemigo’ Joey fue la peor de su vida, sumido en
profunda depresión, sin hablar, aislado, y que el sentimiento de culpa le había
agobiado desde entonces. El propio Johnny sucumbió al cáncer en septiembre de
2004. Asimismo, cuando, entre una y otra muerte, le propusieron hacer un último
concierto, se negó tajantemente señalando que “sin Joey no hay Ramones a pesar
de lo plasta que era”.
Los extremos se necesitan. Uno y otro estaban destinados a ir siempre al
lado, siempre juntos. Sólo ellos dos tocaron en todos los conciertos de Ramones,
nada menos que 2.263, más de la mitad de los cuales sin dirigirse la palabra.
Contaba un crítico (que estaba en el lugar adecuado,
Nueva York, en el momento justo, 1974) que un amigo le recomendó ir al CBGB a
ver a un grupo nuevo; accedió y fue a ver a Ramones…, y salió hecho una furia.
Se enfadó con el amigo que le aconsejó, y todo el día siguiente maldijo la hora
en que conoció a aquel grupo que sonaba tan mal y que tocó menos de media hora,
cuyos miembros discutían entre sí en pleno ‘show’ y se atrevían a encararse e insultar
al público cuando los silbaba y abucheaba… A la noche siguiente,
incomprensiblemente, volvió a ver a aquellos cuatro tíos raros. Luego, el periodista
escribió que aquello que tanto le chocó, aquello que le provocó tan fuerte
reacción de rechazo era un nuevo estilo dentro del rock, aquello era punk y
nadie antes había hecho nada igual. Y nada sería igual desde aquel momento.
¡Qué tendrá esta banda de mostrencos que consigue
despertar tanta emoción! Es esa magia indescifrable que los hace reconocibles
al segundo acorde. Claro que siempre será peor sentir todo eso con Miguel Nosé o
Álex Lumbago que con Ramones.
CARLOS DEL RIEGO
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