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Muy
rara es la época en la que no hay duros enfrentamientos verbales en el
parlamento, en el congreso de los diputados; sin embargo, viéndolo desde una
perspectiva de escepticismo se puede llegar a la conclusión de que todo es una
especie de teatro, como preparado, como siguiendo un guión. Los representantes
del gobierno lanzan sus discursos, que son aplaudidos por sus correligionarios
y silbados o silenciados por los rivales; luego el turno es para los de la
oposición, que lógicamente está para criticar y cuenta con los vítores de los
suyos y la protesta de los otros. Ningún orador consigue que un adversario
sopese la posibilidad de tener en cuenta sus palabras. Este es el rito que se
repite una y otra vez, un guión que todos los actores de este gran escenario
conocen a la perfección y respetan por encima de todo. Y así se llega al
momento de las votaciones…, algo absolutamente inútil (salvo cuando algún manirroto
despistado se equivoca), puesto que se podría adivinar el resultado de cada una
simplemente sabiendo cuántos están presentes de cada formación: como todo el
mundo sabe, todos los parlamentarios votan en bloque siguiendo las instrucciones
de la dirección de sus respectivos partidos, por lo que las sorpresas sólo
llegan tras confusión. Por ello, ¿para qué tantos tipos en el congreso?, ¿por
qué tanta cháchara?, ¡si todos van a votar lo que se les diga!, ¡si nadie
convence a nadie! Sobran la mitad de la mitad (o más).
Nunca
nadie cambia de opinión, todo se limita a un diálogo de sordos en el que cada
uno cuenta su verdad sin que el de enfrente le escuche y, por supuesto, sin que
se deje convencer por muy sólido que sea el razonamiento propuesto. Los unos y
los otros sueltan sus respectivas cancamurrias que sólo son atendidas por los
propios, mientas que los contrarios, en el mejor de los casos, discrepan
radicalmente sin considerar razones y argumentos (si no están jugando con el
móvil o echando una cabezadita); esto se debe sobre todo a que la ideología
está tan arraigada en el sentir del parlamentario, tan petrificada, tan
fosilizada que impide asimilar planteamiento diferente; por no mencionar que
toda la vida de cada uno de ellos está en manos del partido, y claro, más vale
no pensar mucho ni tener opiniones contrarias al ideario oficial.
Se
habla de instituciones innecesarias, costosas y sin función como senado, tribunal
de esto y lo otro, consejo de aquello y lo de más allá, comunidades autónomas,
diputaciones…, pero si se piensa fríamente, el parlamento no vale para mucho,
al menos como está actualmente concebido. No es que no sea necesario, al
contrario, es imprescindible, pero al igual que otros modos, costumbres y
procedimientos del espacio político, la llamada cámara baja precisa un cambio
radical tanto en su forma como en su fondo.
Pero
lo mejor del asunto es que donde están ahora unos ya estuvieron los otros, y
viceversa, o sea, el transcurrir de la historia parlamentaria es cíclico, todo
se va repitiendo, sólo cambian las caras y el nombre del partido, el que ayer
acusó hoy se defiende, y viceversa, el que hoy manda alardea de su gestión, y
viceversa; van cambiando cíclicamente el lado del espejo en el que se
encuentran. Además, casi siempre están gastando tiempo y energía en ellos mismos,
en acusaciones mutuas, en denuncias, en proclamas grandilocuentes, en
sobreactuaciones en torno a sí mismos…
Y
así sucesivamente mientras no se modifique el concepto y la estructura de tan
imprescindible institución.
CARLOS
DEL RIEGO
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