Integridad, firmeza y seguridad en sí misma son las virtudes con las que Thatcher pasará a la Historia. |
Foto para que otras la envidien, James Dean parece pasárselo de miedo con Sara, y se afirma que la manchega estuvo a punto de montar en aquel Porsche aquel día fatal. |
Eran casi de la misma quinta y, aunque separadas en casi
todo, Thatcher y Montiel coincidieron en vida en algo esencial: una
personalidad potentísima. En realidad poco tenían que ver la una con la otra en
aspectos como formación, inquietudes y deseos, preferencias y, por supuesto, en belleza. Sin
embargo, esas dos mujeres que se fueron casi de la mano estaban muy cerca en
cuanto a las ganas e ilusiones derrochadas para conseguir lo que se
propusieron.
La Thatcher entró en algo tan masculino en aquel momento
como la política con apenas 30 años alcanzando su primer cargo con sólo 34, y
eso aun en la década de los cincuenta del siglo pasado, época en la que era
absolutamente insólito que las mujeres salieran de la cocina (salvo como
enfermeras o maestras). Pero esta señora, la fortaleza y el aplomo
personificados, no se detuvo un segundo en pensar que estaba abriendo camino,
sino que una década más tarde ya era ministra y un lustro después mandaba en el
partido conservador (los ‘torys’), convirtiéndose en la persona más poderosa de
Inglaterra. Su actuación a partir de entonces es discutible y, como casi todos
los mortales, muestra claros y oscuros. Pero lo que es absolutamente
incuestionable es que tomó decisiones (buenas o malas) pensando exclusivamente
en su obligación, y que llevó a término esas decisiones con una fortaleza,
valentía y convencimiento verdaderamente asombrosos; recibió críticas razonadas
e insultos desaforados, parabienes y elogios de sus partidarios y aliados y
atentados de sus enemigos y detractores. Ni unas cosas ni las otras le hicieron
variar su rumbo ni un milímetro. Acertada o equivocada (sin entrar a valorar
sus posturas e ideas), siempre demostró ser una persona íntegra, de una pieza,
sin dobleces, fuerte e inamovible como una roca, y apoyada en sus graníticas convicciones
y en la legitimidad democrática se enfrentó a los poderosos sindicatos
británicos y a los dictadores argentinos venciendo en ambas contiendas, de hecho,
la caída definitiva del tiránico régimen de la junta militar se inicia cuando
ella recoge el guante y les acepta el reto de las Malvinas (sin juzgar esta
evidente muestra de colonialismo inglés); en fin que no le temblaba el pulso ni
se le corría el rimel si había que optar por posturas de fuerza. Muchas otras
de sus resoluciones resultaron trascendentales en el devenir de la segunda
mitrad del siglo pasado, algunas claramente acertadas (el entendimiento con
Gorbachov y su perestroika) y otras más que dudosas (el apoyo al dictador
chileno Pinochet, quien se había puesto de su parte en el asunto Malvinas). La
Thatcher siempre actuó con mano de hierro en guante de hierro al servicio de un
único objetivo: el beneficio de su país. Muchos otros con mejores intenciones
se quedaron siempre a medias por falta de eso que a ella le sobraba: arrestos,
riñones.
Sara Montiel (María Antonia Abad Fernández) también fue una
mujer decidida, pero de otro modo. Y es que había que ser especial para que una
joven manchega de Campo de Criptana se pusiera el mundo por montera y se
largase a Hollywood en aquellos años cincuenta del siglo XX en España, cuando
aquello de ‘Jolibud’ era Babilonia y los Estados Unidos la meca del pecado
(recuérdese el discurso del cura en la imprescindible película ‘Bienvenido Mr.
Marshall’); y allí se codeó con los más legendarios astros del cine; por
cierto, en lo más duro de la guerra fría, en 1965, tuvo los bemoles de irse a
actuar al ‘infierno’, o sea, la Unión Soviética. En realidad nunca fue ni gran
actriz ni gran cantante, pero eso jamás le preocupó, pues sabía que todo el
mundo la tenía por lo que era, una gran estrella. Fue su actitud ante la vida,
a la que miró siempre de cara y con decisión, la que la mantuvo en ese lugar al
que sólo acceden los que, sin que se sepa muy bien por qué, cuentan con la
merced incondicional del público. ¡Cómo le hubiera gustado a la Montiel
contemplar su funeral, escuchar los aplausos y observar el cariño y las
lágrimas sinceras de la gente al paso del cortejo!
Sin la menor duda fueron dos mujeres bien plantadas, con
distinta raíz pero con igual fortaleza, pues las dos alcanzaron sus metas sin
tener idea de paridad. Eso sí, una era de una belleza deslumbrante y llena de
encanto, atractivo, gracia, y la otra no.
CARLOS DEL RIEGO
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