Los envidiosos sufren con el éxito del otro |
Más de una vez se ha dicho o escrito que la envidia es uno
de los deportes nacionales, pero realmente se puede asegurar sin temor a error
que esta especie es común en todas las sociedades y en todas las latitudes, o
sea, no es exclusiva de aquí o de allí. Las respuestas del envidioso suelen ser
muy parecidas en todas partes, pues esa forma retorcida de digerir el bien del
otro es internacional. Así, cuando alguien lleva a cabo un trabajo meritorio
que finalmente resulta distinguido con un premio, los mediocres y mezquinos que
están a su alrededor (casi siempre poniendo una hipócrita buena cara) no sólo
no se alegran, sino que lo sienten como el que recibe una ofensa; y para ello
no es necesario que existan rencillas personales previas. Generalmente esa
pelusa verdosa nace y crece cuando el mediocre comprueba día a día cómo el de
al lado va progresando en su obra, pues él se siente incapaz de poner en marcha
cualquier proyecto, sabe de su propia mediocridad y escasez de espíritu, sabe
que su pereza se impondrá a cualquier iniciativa y, por tanto, no soporta que
otro sí sea capaz, no acepta que quien está a su lado tenga decisión,
preparación, ganas, ilusión; y si al final llegan el aplauso y la victoria, la
inquina se agiganta y se asienta definitiva e incondicionalmente en el fondo
del alma del rastrero, que tratará de menospreciar siempre que pueda el
esfuerzo y los frutos que éste proporciona. Pero asombrosamente, el que alcanza
sus objetivos aun puede despertar más envidia si luego comparte su suerte con
los compañeros, pues el celoso del éxito ajeno entiende la generosidad del
triunfador como una burla, como un gesto de altanería y menosprecio: “míralo,
viene aquí a restregarnos el premio, a hacerse el chulo y a mirarnos por encima
del hombro”, suele maldecir entre dientes el que se alimenta de rencor.
Envidiosos que tuercen el gesto cuando escuchan elogios para
el que ha demostrado mérito hay en todos los ámbitos, y para reconocerlos no
hay más que escuchar cómo restan valor a lo que hacen los demás a pesar de que
ellos jamás emprenden nada, o cómo se alegran cuando le vienen mal dadas al
objeto de sus rencores. “Bah, eso lo hace cualquiera, seguro que ha plagiado
casi todo, ¡cómo serían los otros participantes!…” son algunas de las
ocurrencias del innoble cuando un compañero logra recompensa tras haberse
esforzado para hacer algo más que su estricta obligación; igual que “ya se lo
dije, eso que estás haciendo no vale nada, no sé para qué te esfuerzas” y “me
alegro que no saliera ganador porque lo que quiere es sobresalir, destacar y
hacernos de menos a los demás” en caso de que no haya conseguido su objetivo.
Asimismo también se da ese sucio sentimiento hacia el
triunfador incluso cuando no se le conoce ni de lejos, es decir, se produce animadversión
y ojeriza a pesar de no tener relación con el envidiado y, por tanto, no existe
la menor posibilidad de ofensa personal. Militan en ese ejército verde quienes
insultan, desprecian, subestiman a personajes célebres que jamás han levantado
la voz contra nadie. En este capítulo entran las fobias irracionales hacia aquellos
a quienes la vida sonríe, haciéndose muy patente en deportistas, sobre todo en
el fútbol (donde abunda el fanatismo más absurdo) pero no sólo; por ejemplo, en
muchos foros de la red se vierte bilis contra los que alzan trofeos, como
Nadal, Fernando Alonso, Gasol, Casillas, del Bosque…, haciendo de menos sus
victorias, proclamando que son inmerecidas, defendiendo que otros (los
perdedores) lo han hecho mejor y, por tanto, si aquellos han vencido se debe a
los jueces, a las trampas…, y son capaces de mantener esta postura ante todos
los triunfos por muchos que sean y por mucho que se extiendan en el
tiempo.
La tirria hacia el que sobresale gracias a su esfuerzo y
capacidad (o sea, a sus méritos) surge porque el sujeto es así, de modo que
puede enfocar sus deseos perversos hacia quien está más cerca o hacia el
inalcanzable. ¡Qué razón tiene el refrán que asegura que si los envidiosos
volaran muchos no tocarían tierra!, igual que ese pensamiento de Napoleón que
dice que “la envidia es una declaración de inferioridad”.
CARLOS DEL RIEGO
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