Seguramente el sentimiento tribal que derivó en el nacionalismo surgió en el Neolítico. |
Decía el Premio Nobel irlandés Georges
Bernard Show, un tipo inteligentísimo según sus contemporáneos, que el
nacionalismo es una curiosa creencia que nos convence de que cierto territorio
es el mejor del mundo porque nosotros hemos nacido allí. Y realmente así es, no
hay otra razón objetiva para defender ese nacionalismo, ese patriotismo
beligerante que necesita alguien mayor contra quien rebelarse: el nacionalista
activo y combativo no necesita razones. Y por otro lado, esa creencia se
convierte en un profundo sentimiento de pertenencia que, avivado por los que
viven del cuento, no deja nunca de crecer hasta convertirse en algo cercano al
absoluto, es decir, la idea exaltada del tradicionalismo de la tierra por
encima de todo, algo que se superpone a todo lo demás e influye de forma
determinante en la vida, llevando al individuo muchas veces al fanatismo.
El nacionalismo quiere fronteras, separación, límites |
Esta especie de emoción procede del
sentimiento tribal que se experimenta en el seno de la tribu y que, con total
seguridad, ya existía en el Paleolítico Inferior. Hace cientos de miles de años
los hombres (pertenecientes a otras especies humanas anteriores al sapiens sapiens)
vivían en grupos pequeños se mantenían unidos para hacer frente a todo lo que
estaba a su alrededor, para cuidar unos de otros; sin embargo, como eran
nómadas, aún no habían desarrollado totalmente el sentimiento tribal, pues no
conocían el sentido de propiedad de la tierra (es posible que ni siquiera el
sentido de la propiedad). Más adelante, tal vez en el Paleolítico Superior o,
como muy tarde, en el Neolítico, es cuando más probablemente se produce el
nacimiento de ese modo de pensar; es cuando surgen verdaderas ciudades e
incluso estados (Sumeria existía hace alrededor de 5.500 años), que serán
amenazados por los vecinos o ellos amenazarán, lo cual refuerza la unión de los
habitantes de esa tierra donde nacieron y donde viven prácticamente toda su
vida. Seguramente ahí nace el sentimiento nacionalista, pues pertenecer a un
grupo, a una aldea, a un territorio determinado, da seguridad, y además, no
sería extraño que también empezase en ese momento esa manera de entender las
cosas que se podría resumir en algo así como “mi tribu es lo primero, mato al
que no sea de mi tribu, defiendo mi tribu y ataco a la otra, mi tribu, mi
tribu”... Cuando el nacionalista exaltado (que casi siempre coincide con el que
tiene ánimos secesionistas) lanza sus arengas e improperios, hay que
imaginárselo en pleno Neolítico, puesto que su forma de pensar sigue anclada
allí.
Actualmente, el nacionalismo separatista
contiene un elemento de superioridad, ya que una región que se supiera
necesitada nunca exigiría separarse, de hecho, es básico ese complejo de
superioridad, que por otro lado suele esconder complejo de inferioridad. Esto
coincide con el deseo de mal para el resto del territorio, es decir, con el
sentimiento de envidia, con lo que el nacionalismo separatista beligerante, en
el fondo, tiene envidia del territorio total, que es y siempre será mucho mayor
en extensión, en cultura, en historia... En países donde hay intenciones
cismáticas, como Bolivia, Bélgica, Canadá o España, la región que pide o exige
la separación suele ser siempre más próspera que el resto o la mayoría de los
territorios que integran el país; y en ese sentido suelen aparecer conflictos
económicos, pues los más prósperos (los que más recursos tienen), no quieren
que parte de sus impuestos se dedique a equilibrar niveles de vida
(curiosamente entre estos nacionalistas hay muchos que se dicen socialistas y
comunistas que no quieren repartir con los que tienen menos).
En España también existe la figura del
nacionalismo que echa pestes contra el régimen predemocrático (con razón en
algunos argumentos, pero que no afectaron sólo a ese territorio) pero que, a la
vez, utiliza los recursos que dicho régimen utilizó. Así, se utiliza el idioma
como arma, persiguiendo a quien recurra a otra lengua en rótulos, títulos,
nombres..., se modela la historia para designar buenos y malos según convenga,
se retuercen y distorsionan hechos y situaciones para que coincidan con el
‘hecho diferencial’.
Es curioso cómo el sentimiento tribal ha
permanecido a pesar de los milenios transcurridos desde que alguien experimentó
tal cosa por primera vez. Y el caso es que todo pertenecemos a la tribu
terráquea.
CARLOS DEL RIEGO
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