King Gillette, el precursor de la práctica de usar y tirar, y su invento |
Aunque el concepto más de un siglo de
existencia y se lleva practicando incluso antes de acuñarse el término, en los
últimos meses empieza a hablarse en la calle de una expresión tan sonora y
desconcertante como perverso es su significado: la obsolescencia programada. No
hay que asustarse ante locución tan chocante, puesto que la padecemos todos los
ciudadanos sin rechistar desde hace muchos años. La cosa es muy sencilla, los
fabricantes de artilugios y aparatos (electrónicos y mecánicos sobre todo) los
programan para que pasado un tiempo (más allá de la garantía, unos meses
después en el mejor de los casos) se estropeen, empiecen a dar problemas,
pierdan alguna de sus funciones..., así, el usuario lleva el utensilio a
reparar, pero allí le dicen que le costará más reparar que tirar y comprar uno
nuevo. Es decir, el trasto en cuestión se volvió repentinamente (o
gradualmente) obsoleto porque así estaba previsto.
Hay muchos fabricantes, publicistas y
comerciantes que conocen esta estratagema desde hace mucho tiempo, y están
dispuestos a defenderla señalando la cantidad de puestos de trabajo que crea, y
entre todos proclaman las bondades de la venta continua de aparatos que se
estropean. Esto, que va muy bien a las fábricas, vendedores de propaganda,
mayoristas, minoristas y almacenistas, no es tan estupendo para el consumidor,
que se ve en la obligación de ir comprando y comprando aparatos cada año y
medio más o menos; y tampoco es tan ideal desde un punto de vista ambiental,
puesto que cada aparato que se tira irá a algún sitio, y como son millones las
toneladas diarias de desechos electrónicos que se tiran por ahí o se envían en
enormes contenedores a países del tercer mundo, el problema crece a ritmo
frenético día a día. Hay monstruosos vertederos de aparatos en varios países
africanos y asiáticos donde se están formando no ya montañas, sino verdaderas
cordilleras de basura procedente del primer mundo; en realidad eso está
prohibido, pero se dice a las autoridades que se trata de aparatos de segunda
mano, e incluso al abrir los contenedores sí que hay unos cuantos
reutilizables, pero detrás está toda la maraña de ordenadores, teléfonos,
impresoras..., todo inservible y muy contaminante. Es como meter el polvo bajo
la alfombra, el primer día no se nota, pero pasado un tiempo la basura estará a
la vista de todos, las cordilleras de electrónicos rotos llegarán a sus lugares
de procedencia.
El truco de fabricar cosas que duren poco
viene de muy atrás. A finales del siglo XIX un emprendedor empleado estadounidense
de una fábrica de tapones de botella no dejaba de pensar en busca de una idea
con la que hacerse rico; pidió consejo a un amigo suyo que ya tenía en marcha
su propia empresa, basada también en una buena idea, y éste le dijo que lo
mejor era inventar algo que sólo pudiera usarse unas pocas veces y que luego
hubiera que tirar, es decir, algo que costase poco pero que el usuario debiera
comprar continuamente. El joven emprendedor, tras mucho cavilar, tuvo su
momento de inspiración genial e inventó la maquinilla de afeitar con cuchilla
desechable; hasta ese momento había que afeitarse con navaja, cuyo filo
precisaba afilado continuo, o con maquinilla que montaba una navaja que había
que desmontar, afilar y volver a montar. El personaje en cuestión se llamaba
King Camp Gillette, quien además de facilitar el rasurado, acababa de mostrar
el camino a la costumbre de usar y tirar.
Todos contentos, nadie sale perjudicado, dicen los defensores de esta trampa |
De este modo, a medida que se iban
produciendo los adelantos tecnológicos que caracterizaron el siglo XX, todos
los fabricantes, tras poner en marcha su novedoso producto, lo modificaban para
que no durara demasiado, para que el consumidor tuviera que cambiarlo cada poco
tiempo. Y para ello, de modo totalmente contrario a la ética y acercándose a lo
que es la pura estafa, aquellos fabricantes (a los que no se puede juzgar con
parámetros de hoy, pues el modo de pensar era otro y no se sabía nada de medio
ambiente o conservacionismo) encargaban a sus ingenieros y diseñadores que
hicieran los cambios precisos para limitar la vida del producto, que incluyeran
algo así como dispositivos de autodestrucción.
La cosa toma carta de naturaleza tras el
crash del 29 en Wall Street, pues al poco, uno de esos fenómenos de los
negocios pensó que si lo que se vende se estropea, habrá que fabricar más para
atender la demanda, con lo que se creará empleo, se activará el consumo, se
moverá la riqueza y todos contentos. Así, en Estados Unidos (donde se discurre
lo indecible cuando se trata de negocios y dinero), y al poco en el resto del
mundo occidental, se impone la idea de que “un producto duradero es muy malo
para el negocio”, por lo que todos se lanzan a fabricar productos casi tan
perecederos como una manzana. El legendario Ford T vio como su principal valor,
su solidez, se convierte en un lastre para la empresa cuando su competencia
fabrica pensando en hacer coches que pasaran de moda y el usuario cambiara el
viejo por uno nuevo más bonito y con algunas mejoras, por lo que la durabilidad
del automóvil dejaba de ser un valor. El asunto era que el comprador comprara
no por necesidad, sino por otras razones, ¿cuáles?, de eso ya se encargarán los
departamentos y empresas de propaganda, marketing y manipulación de masas. Desde
las bombillas eléctricas (duran menos hoy que hace cien años) hasta las prendas
de nylon (lo primero fueron las medias) pasando por los aparatos de radio u
otros electrodomésticos, todos los fabricantes, si querían vender tanto como la
competencia, debían trabajar pensando en que el producto tuviera vida muy
corta. Y así la carrera sigue y sigue, engarzándose perfectamente todas las
piezas de la maquinara consumista: fabricación con defectos concretos,
producción masiva, venta a bajo precio, invasión de la propaganda en todas sus
variantes (muchas veces verdaderamente odiosa, agobiante, agresiva, ofensiva,
perversa, maliciosa...), apertura de más y más tiendas, consumo desmedido y
cambio del artículo aunque no sea necesario..., y a cambio, millones de
toneladas diarias de basura que hay que ocultar para que no se noten los
efectos perversos de maniobra tan ideal.
Los ejemplos de marcas y empresas que se
lanzaron a proyectar la muerte de sus productos son infinitos, y la cosa ha
llegado a su cénit con los ingenios electrónicos, campo abonado para de los
fabricantes, comerciantes y publicistas. Y claro, cuando estos están contentos,
utilizarán todos los recursos a su alcance (maquiavélicos expertos en
comunicación, todo el dinero que sea preciso, toda la influencia y presión sobre
los que hacen las leyes) para tratar de convencer a la población de que el
sistema es buenísimo, que se crea empleo y riqueza, que nadie sale perjudicado
al ser los productos baratos (ciertamente, si fueran duraderos costarían más,
pero a la larga se gastaría menos), que sin la programación de la muerte del
utensilio todos saldríamos perdiendo..., y seguro que convencería a muchísima
gente.
El asunto se resolverá (o empezará a
resolverse) cuando sea imposible disimular la basura bajo la alfombra. No antes.
De todos modos, mucha gente ha colgado en Internet soluciones y formas de
reparación de aparatos electrónicos y electrodomésticos que en la tienda
distribuidora dicen de imposible reparación. También es buena forma de combatir
a los fabricantes tramposos.
CARLOS DEL RIEGO
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