La Farsa de Ávila, episodio chusco de la Historia de España que, cinco siglos después, imitan los políticos
En todas partes
cuecen habas, dice un refrán español que viene a significar que las personas
son personas en todo el mundo y que, con ligeras variaciones, en todas partes
ocurrirán sucesos parecidos, es decir, se cocerán las habas de un modo
parecido. En España, en todo caso, los políticos y la política tienen una
inclinación irreprimible a hacer el ridículo, como puede comprobarse ayer, hoy
y mañana. En otros países, si se sabe dónde buscar, también se encontrarán
hechos y sucesos bufos, aunque sin tanta gracia…
La historia podría
mostrar que en todos los países del mundo se han producido hechos y situaciones
irrisorias, absurdos esperpentos que, pasado el tiempo, llaman a la sonrisa. Y
casi siempre tienen a políticos, poderosos y gentes con poder como grandes
protagonistas. Lo malo es que la cosa no cambia, y aunque algunas naciones han
atenuado la tendencia del político al ridículo y la desvergüenza, la cabra (el
político) tira al monte (la carnavalada). Eso sí, en España todo tiene un
gracejo especial, como aquellos episodios conocidos como La farsa de Ávila y El
cantón de Cartagena.
A mediados del siglo
XV el rey de Castilla era Enrique IV ‘El Impotente’, que tenía en contra a gran
parte de la nobleza y alto clero, los cuales al no poder destronarlo decidieron
montar una pantomima, la Farsa de Ávila. En junio de 1465 nobles y obispos se
reunieron cerca de la capital castellana (con los lugareños observando la representación)
y allí construyeron un escenario en el que colocaron una estatua de madera que
representaba al rey. Después de una proclama acusatoria, encendida y
reivindicativa, uno tras otro los tres principales conjurados le fueron
retirando al pelele la corona (símbolo de la dignidad y legitimidad), la espada
(que representa la justicia y el poder) y el cetro (que equivale a la
autoridad), todo ellos acompañado de sonoros insultos. Por último echaron la
estatua al suelo acusando a Enrique IV de ser amigo de los moros, de ser manso
y de ser homosexual y, por tanto, no ser el padre de Juana ‘La Beltraneja’.
Luego nombraron rey a su hermanastro Alfonso de Castilla, ‘El Inocente’, que
tenía 13 años, e incluso le montaron una corte, aunque el chaval no era más que
un títere en manos de los actores, productores y guionistas de la farsa;
además, murió sólo tres años después. Al final la cosa quedó en nada, e incluso
algunos de los ‘farsantes’ se cambiaron de bando.
Tras la revolución
conocida como La Gloriosa (1868) y el fiasco de Amadeo de Saboya, se proclama
en 1873 la República Española; en este contexto federalista algunas regiones y
poblaciones españolas se sintieron legitimadas y fuertes para proclamarse cantones independientes,
siendo el cantón murciano de Cartagena el más conocido. El caso es que es que
los delirantes e inconscientes bodoques de turno (más vale no recordar sus
nombres, baste saber que eran políticos) se creyeron legitimados y aptos para
declarar la independencia del cantón, y así tomaron las fortalezas de la
ciudad. Como no podía ser de otro modo, hicieron el ridículo más espantoso,
como demuestran dos hechos significativos; uno se produce en los primeros
momentos: al no tener bandera a mano (se había acordado que la enseña del
Cantón Murciano de Cartagena fuera íntegramente roja), en la fortaleza de
Galeras se optó por izar una bandera del Imperio Turco a la que pintaron de
rojo la media luna y estrella blancas, creyendo que desde lejos nadie vería más
que el rojo; sin embargo, el vigía de un barco que entraba comunicó al capitán que
“el castillo de Galeras ha enarbolado bandera turca”; piénsese en el pasmo del
capitán, oficiales y marineros al creer que habían sido invadidos por los
turcos. La otra muestra del ridículo de esta asonada de cuchufleta consiste en
un texto divulgado por el ‘gobierno’ del cantón en el que se amenaza a una
‘potencia extranjera’ a que se pliegue a sus exigencias o será atacada…, la
potencia amenazada era Almería. Finalmente las tropas gubernamentales asediaron
y tomaron la ciudad, causando gran cantidad de muertos entre la población
civil, que invariablemente es la que paga los delirios de grandeza de unos majaderos
con más vanidad que cerebro (sigue existiendo esta especie).
Hoy el ridículo se ha
apoderado del Parlamento. Se ha convertido en algo inútil, un sitio en el que
se habla pero nadie escucha, un lugar donde vocean los sordos, donde dialogan
los besugos. Es un organismo sobredimensionado en el que sobran casi todos, ya
que todos a una hacen y dicen lo que manda el jefe, quien diseña siempre lo
mejor para su partido y no para el país. Allí se representan comedias y
acciones teatrales, ‘performances’, instalaciones, montajes…, y hay insultos y peleas dialécticas (de las
otras no, pues ningún político vitalicio se arriesgaría a llevarse un puñetazo)
que siempre giran en torno a ellos mismos, a la política, es decir, todo el
rato están tratando de sí mismos, hablando de sí mismos, acusándose a sí
mismos. El congreso de España se ha convertido en un gigante egoísta, carísimo
e inútil que va del ridículo al bochorno, que provoca vergüenza ajena,
indignación, tristeza e incluso risa.
En la Historia de
España (como en la de cualquier país del mundo) es fácil toparse con el
ridículo de quienes ostentan el poder. Sólo hay que echar un vistazo a la
prensa (que contribuye también al espectáculo) cualquier día para toparse con
algo grotesco, esperpéntico, mezquino, traidor, mentiroso…, pero también mucha
mofa, befa y cuchufleta. ¡Qué tendrá el poder que convierte a simples ciudadanos
en soberbios y engreídos con delirios de grandeza que se creen capacitados y
legitimados para poner en práctica cualquier disparate!
CARLOS DEL RIEGO
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