Todos los blocaos españoles mostraban idéntica imagen
Se cumplen 99 años (desde
finales de julio a primeros de agosto) de una de las mayores derrotas del
ejército español, la cual ha pasado a la historia como el Desastre de Annual
A principios del siglo
XX el Sultanato de Marruecos vivía en la anarquía total, por lo que el sultán
pidió ayuda a Francia. En la Conferencia de Algeciras de 1906 el sultán acepta
la presencia de tropas francesas y españolas en distintos sectores del
territorio. En 1912 se establece el Protectorado con zona francesa y zona
española. Tras la I Guerra Mundial el general Silvestre asume (en 1920) el
mando de los ejércitos españoles en el norte de África. Desde el primer momento
intenta avanzar desde Melilla en dirección a la bahía de Alhucemas, estirando
su ejército a lo largo de unos 140 kilómetros. Al principio la cosa parecía ir
sin problemas; la mayoría de jefes moros eran aliados a base de sobornos o
apoyo en sus luchas contra las cabilas rivales…
Pero entonces
apareció la figura de Abd el Krim, que unió harcas y cabilas y acaudilló la
revuelta. Éste había trabajado como funcionario para la administración
española, pero durante la I Guerra Mundial fue acusado de espía por los
franceses y encarcelado; intentó fugarse, se rompió una pierna y no quiso que
los médicos lo tocaran, así que cojeó el resto de su vida. Al recobrar la
libertad dejó ver su intención anticolonialista y empezó a buscar alianzas con
caídes de otras cabilas. Bajo su caudillaje los rifeños infligieron esta aplastante
derrota a los ejércitos de Silvestre.
Nombres como Annual,
Monte Arruit, Igueriben, Sidi Dris…, son los de algunas de las posiciones
militares más importantes en las que se asentaban los distintos cuerpos de
ejército, pero también indican tanto los lugares donde se produjeron aquellas
vergonzosas derrotas como las crudelísimas matanzas de españoles a manos de los
rifeños: murieron entre ocho y diez mil soldados y mandos, mientras que los
moros apenas contaron un millar de bajas. Las causas de la catástrofe fueron varias
y de diverso origen.
Para empezar, el
general Manuel Fernández Silvestre, héroe de la Guerra de Cuba, de donde trajo condecoraciones
y heridas, pensaba alcanzar en África victorias y gloria militar. Por eso forzó
a sus tropas mucho más allá de sus escasas capacidades; además, consintió lo
indecible a los jefecillos locales.
Causa determinante de
la derrota fue el empeño de Silvestre (sus ‘bigotadas’ decían) de establecer
múltiples posiciones militares (los blocaos). Estas se eligieron según
criterios políticos y diplomáticos (para no molestar) y no atendiendo a
cuestiones militares. Eran lugares altos pero muy difíciles de abastecer o
socorrer; el calor era insoportable y había que ir por agua cada día, subiendo
y bajando por terrenos muy escarpados, auténticos caminos de cabras por los que
los mulos tenían que subir cubas que, al llegar, habían perdido la mitad de la
carga; cuando empezaron las hostilidades fueron muchos los convoyes de la
‘aguada’ que tuvieron que volverse a mitad de camino, pues hombres y
caballerías eran fácilmente abatidos por un enemigo conocedor del terreno y
bien situado; por la misma razón, el reabastecimiento resultaba penosísimo o
imposible. Las condiciones en los blocaos eran terribles, estaban infestados de
ratas y raro era el soldado que no tenía piojos u otros parásitos; cuando
alguien llegaba con provisiones de casa, grandes masas de roedores se reunían
en torno al afortunado. La comida era escasa y mala, el equipo anticuado,
uniformes y calzado destrozados e inapropiados (abundaban las alpargatas); el
apartado médico tenía tantas limitaciones e insuficiencias como el resto de las
provisiones; el armamento era vetusto y la munición insuficiente. Y el blocao
estaba mal protegido y peor parapetado.
En cuanto a los
soldados que hubieron de combatir, casi todos eran reclutas sin la menor
experiencia; muchos apenas habían hecho prácticas de tiro. Sabían de la
crueldad del enemigo y le tenían verdadero pavor; esto explicaría que, llegado
el momento de abandonar la posición, en lugar de una retirada ordenada se
produjera una desbandada caótica que incluso incitó al enemigo a intentar no
dejar ni uno vivo, como si se tratara de una cacería. Y es que, por si fuera
poco, salvo algunas notables y heroicas excepciones, los pobres desgraciados
que pencaban en África no estaban bien capitaneados.
Pero tal vez el mayor
error fuera confiar en los rifeños. Así es, tanto la tropa como los mandos
(salvo excepciones) confraternizaban incomprensiblemente con ellos, e incluso
había algún moro que iba de un fortín español a una aldea rebelde con total
libertad… El caso es que se creyó en la supuesta amistad de los cabileños
incluso cuando ya habían empezado los tiros. Cierto que hubo cabilas que se
mostraron amistosas, colaborando e informando (a cambio de bienes o dinero),
pero en el momento en que sus jefes vieron por dónde soplaba el viento
cambiaron de bando con enorme alegría. Asimismo se habían creado compañías de
policía moras, las ‘mías’, que se batieron codo con codo con las fuerzas
españolas…, hasta que comprobaron quién ganaría la batalla, momento en que se
pasaron al enemigo en masa, y en el acto empezaron a disparar contra lo que
unos minutos antes defendían. Incluso se sabe que, antes de empezar la guerra,
mientras el ambiente aun era pacífico, encargados de intendencia, mandos y
soldados llegaban a vender provisiones, equipo, fusiles (la ‘fusila’) y
munición a los sarracenos.
El junio de 1921 empezaron
las hostilidades, que desembocaron en los horrores de Annual, Monte Arruit… Tras
espantosos asedios, cuando cada blocao llegó al límite (sin agua desde hacía
días, sin comida, sin medicinas, sin munición, sin esperanza), se daba la orden
de retirada, pero la extenuada tropa (que cargaba con heridos y enfermos)
entraba en pánico, produciéndose la desbandada, la huida enloquecida, una fuga
en la que los propios españoles se atropellaban unos a otros, se mataban por un
mulo o un sitio en un camión (tan cargados que reventaban las ballestas) y pocos
miraban por el compañero. En esa situación se pudo comprobar que las leyendas
en torno a la crueldad del moro eran ciertas. El reguero de muertos y heridos
que dejaban las columnas españolas fue supervisado por hombres, mujeres y
niños, que torturaban y remataban sin piedad a quien aun respiraba, rebuscaban
para hacerse con los despojos (a un herido le cortaron las piernas a la altura
de la rodilla para quitarle las botas, ya que de modo normal no podían), abrían
con el cuchillo las bocas en busca de dientes de oro o, para divertirse,
aplastaban caras, clavaban estacas en el ano del herido o le cercenaban el sexo
y se lo metían en la boca…, los pocos supervivientes contaron infinitas atrocidades.
En Monte Arruit se pactó la rendición: entrega de armas a cambio de conservar
la vida, pero en cuanto se depositó el último fusil empezó la matanza.
Antes de aquellos
sucesos, un diplomático español mantuvo con un caudillo local este diálogo:
“¿No os gusta la paz que os ha traído España? No, preferíamos nuestras luchas.
¿No queréis trabajar sin que nadie os quite vuestras posesiones? No, al moro no
le gusta trabajar. ¿No queréis ir en tren o por la carretera que os hemos
construido? No, el tren cuesta y no queremos carros, al moro le gusta caminar.
Cuando os ponéis enfermos, ¿no os gusta que nuestros médicos os curen? No, no
se puede hacer nada contra la voluntad de Alá, preferimos nuestros ungüentos.
¿No os gusta ir a Melilla? No, porque cuando volvemos, nuestra casa y nuestra
mujer nos parecen peores”. Muchos miles de españoles dejaron allí la vida por
la necedad, vanidad y negligencia del gobierno y altos mandos militares. España
no sacaba gran cosa del protectorado, no había minas, petróleo o cualquier
recurso, estaba allí por estar, por mantener un estatus de potencia colonial
que ya había perdido.
CARLOS DEL RIEGO
(Actualizado de
agosto 2016)-
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