miércoles, 22 de enero de 2020

LANDRÚ, PETIOT Y KISS, SICÓPATAS QUE APROVECHARON LA GUERRA PARA ASESINAR EN LA RETAGUARDIA

La más famosa de las contadas imágenes existentes del diabólico Bela Kiss, que conservaba en alcohol los cadáveres de sus víctimas, casi todas mujeres. Logró escapar y desaparecer


La II Guerra Mundial, de cuyos hechos y sucesos se irán cumpliendo ochenta años a lo largo del próximo lustro, produjo un número aterrador de víctimas, ya fuera en los campos de batalla, bombardeos, fusilamientos, cámaras de gas… Sin embargo, además de las masacres directamente relacionadas con la guerra, en la retaguardia también hubo muertes causadas por delincuentes ‘comunes’, algunos de los cuales han pasado a la negra historia del crimen y los criminales, puesto que mataron más que la mayoría de los que combatieron
Siempre han existido criaturas que se han aprovechado de las desgracias ajenas para hacer fortuna. Así, la guerra, que puede considerarse la mayor desgracia, supuso en ciertos casos el contexto ideal para que asesinos en serie se sintieran a sus anchas para, lejos de los frentes de batalla, robar y asesinar con asombrosa facilidad, casi con impunidad. De este modo, personajes destacados de las páginas más siniestras de la historia, como el Dr. Petiot en la segunda Guerra Mundial o Landrú y Bela Kiss en la primera, mataron más que la inmensa mayoría de los soldados que se enfrentaron al enemigo en el frente.
Hubo un tiempo en que la palabra Landrú era un insulto sinónimo de asesino de mujeres. Henry Desiré Landrú ingresó varias veces en la cárcel antes de  1914 por pequeños hurtos y timos; luego estafó a una viuda, que lo denunció en cuanto sospechó, de modo que al salir de la trena ya estaba convencido de que, una vez esquilmada, lo mejor era liquidar a la dama. Además, con el jaleo de la I Guerra Mundial, las autoridades prestaban poca atención a los delitos comunes. De esto se aprovechó Landrú (poco agraciado físicamente pero dotado de gran elocuencia), que se dio cuenta de que la contienda dejaba muchas viudas que se sentían solas e inseguras, así que decidió atacar por ahí: puso anuncios en los periódicos ofreciéndose para relaciones serias con señoras entradas en años (a pesar de que tenía esposa e hijos). No tardaron en llegarle ofertas de mujeres solitarias, que él investigaba para elegir a la que más patrimonio prometiera. La primera cayó en su trampa en 1915; ya la había engatusado para que le traspasara el dinero, pero resulta que la señora tenía un hijo adolescente que sospechó de ese hombre pequeño, calvo y barbudo. ¿Solución?, Landrú los mató a los dos, los troceó y acto seguido los quemó en el horno de su piso.  Con los beneficios obtenidos se trasladó a una casa en las afueras de París para operar con más tranquilidad, desvalijando, engatusando, asesinando y quemando a más mujeres solas. Aun en plena guerra los familiares denunciaron las desapariciones, pero aunque se hicieron algunas pesquisas, había tantos desaparecidos y tantos problemas de recursos y personal que Landrú ni siquiera fue molestado.
Pero acabó la guerra, y un día fue reconocido en la calle por la hermana de una de las desaparecidas, que se enteró de dónde vivía y lo denunció. Al ser detenido se le encontró una agenda con los nombres de unas cuantas mujeres y el dinero que les había sacado; también había vendido sus pertenencias y extraído sus dientes de oro (tenía un cajón lleno). Fue condenado y, en febrero de 1922, guillotinado. Durante su estancia en la cárcel hizo un dibujo, en cuyo dorso se encontró (muchos años después) su confesión: “Yo lo hice, quemé los cuerpos…”. Se le atribuyen diez asesinatos seguros, pero la policía sospechó que podrían ser más de cien.
El húngaro Bela Kiss usaba el mismo ‘modus operandi’: anuncios en la prensa, seducción, desvalijamiento y asesinato. Pero a diferencia de Landrú, Kiss no se desprendía de los cadáveres, sino que los coleccionaba conservándolos en alcohol. Primero actuó en Budapest, donde bajo nombre falso entró en contacto con mujeres que luego desaparecían. Hacia 1912 se trasladó a un pueblo cercano, Czinkota, donde tenía una casa. Allí se instaló con su joven y atractiva esposa, aunque volvía regularmente a Budapest. Sospechando que ella le era infiel con un artista, solía dejarla encerrada. El caso es que, repentinamente, la esposa y el amante desaparecieron, y él, compungido, aseguró a los vecinos que se habían fugado juntos. Al año siguiente apareció con otra mujer, la cual, después de uno de los habituales viajes de Kiss a la capital, también desapareció. Un día llegó a la casa un camión y descargó dos grandes toneles metálicos de metro y medio de alto y uno de diámetro, que él guardó bajo llave (a salvo de la curiosidad de la señora de la limpieza). Meses después regresó de Budapest acompañado de otra dama…, que al poco despareció. La operación se repitió unas cuantas veces (casi siempre eran de entre 30 y 40, muy atractivas y bien provistas de equipaje), y otras tantas llegaba el camión del tonel, de modo que para disipar sospechas explicó al burgomaestre de Czinota que las mujeres se cansaban de él y lo abandonaban, y de ahí la sucesión de amantes. Y cuando le preguntaban por los toneles respondía que eran para almacenar gasolina, ya que, durante la inminente guerra, habría escasez y se volvería muy valiosa. Comenzó la ‘gran guerra’, la primera, y tras librarse de ser reclutado alegando problemas de corazón, siguió con sus actividades; en esos años llegaron al pueblo noticias de la desaparición de varias mujeres en Budapest…, pero nadie sospechó de Kiss. En 1916 fue llamado a filas, y esta vez no se libró de vestir el uniforme del ejército austro-húngaro; pero antes de irse, le entregó las llaves de su casa al burgomaestre (con el que había entablado amistad), explicándole que si no volvía hiciera uso de la gasolina. Meses después llegaron a Czinota unos soldados buscando combustible desesperadamente, así que el depositario de las llaves se fue con ellos a la casa de Kiss. Abrieron los seis toneles y encontraron otros tantos cadáveres de mujeres desnudas y estranguladas conservados en alcohol; la policía preguntó en la fábrica de las cubetas y descubrió que el asesino había comprado muchas más, que fueron apareciendo con el tiempo en varios sitios, siempre con una mujer desnuda y estrangulada flotando en alcohol; excepto uno de los toneles, que contenía dos cuerpos, el de su esposa y su amante.
En el frente, Kiss, astuto y calculador, supuso que ya habrían ido a su casa y descubierto el pastel, así que tras alguna escaramuza metió su documentación en los bolsillos de un soldado muerto y desapareció. Cuando se descubrió el engaño Kiss ya había puesto tierra de por medio: estuvo en Rumanía y en Turquía, se enroló en la Legión Extranjera francesa, desertó… y debió acabar en Estados Unidos, donde un policía, cuya comisaría había recibido el retrato del asesino, aseguró haberlo visto por las calles de Nueva York… Desgraciadamente, Bela Kiss nunca fue capturado, desapareció para siempre y murió impune. Se le atribuyen, al menos, 23 asesinatos, pero la cifra total será siempre un misterio.
El doctor Marcel Petiot aprovechó la confusión provocada por la segunda gran guerra para asesinar a todo el que podía proporcionarle beneficio. Ya antes de estallar la contienda había pasado varias veces por la cárcel a causa de sus nulos escrúpulos: recetaba a conveniencia, robaba, estafaba…; de hecho, de niño robaba en clase a sus compañeros, para especializarse después en desvalijar buzones; incluso en la primera guerra robó medicamentos para venderlos en el mercado negro. Antes de iniciarse la segunda entró en política y llegó a alcalde de un pueblo cercano a París, pero fue destituido por robo, prácticas dudosas y muy diversos turbios asuntos. Al ocupar Francia los alemanes, Petiot hizo correr la voz de que, por un precio, podía sacar judíos del país; éstos llegaban y, bajo pretexto de vacuna, les inoculaba veneno, los desvalijaba y se deshacía de los cadáveres sumergiéndolos en cal viva o quemándolos. En 1943 lo detuvo la Gestapo, pero como los muertos eran judíos lo soltaron. Al año siguiente, cuando Francia es liberada, la policía entra en su casa tras ser alertada por los vecinos, que protestaban por el insoportable hedor y el constante humo negro que salía de la chimenea. Allí encontraron restos semicalcinados de muchas personas. Detenido, Petiot explicó que ‘sólo’ había acabado con amigos de los nazis, colaboracionistas criminales, y que él pertenecía a la Resistencia. Nuevamente, incomprensiblemente, la autoridad le creyó y, dado el estado de excitación y búsqueda despiadada de colaboracionistas, lo dejaron marchar. Pero la guerra terminó, y el asunto del horno crematorio particular del doctor volvió a las portadas de los periódicos. La policía volvió a por él y lo detuvo. Durante el juicio se supo, además, que había instalado una mirilla en su cámara de los horrores para contemplar cómo morían sus víctimas. En mayo de 1946 fue guillotinado. Se le atribuyen 27 asesinatos seguros, pero ni él sabría cuántos fueron.
Tres despiadados asesinos que aprovecharon la confusión de la guerra para dejar salir lo peor de sus peores instintos.
CARLOS DEL RIEGO

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