La más famosa de las contadas imágenes existentes del diabólico Bela Kiss, que conservaba en alcohol los cadáveres de sus víctimas, casi todas mujeres. Logró escapar y desaparecer |
La II Guerra Mundial,
de cuyos hechos y sucesos se irán cumpliendo ochenta años a lo largo del
próximo lustro, produjo un número aterrador de víctimas, ya fuera en los campos
de batalla, bombardeos, fusilamientos, cámaras de gas… Sin embargo, además de las
masacres directamente relacionadas con la guerra, en la retaguardia también
hubo muertes causadas por delincuentes ‘comunes’, algunos de los cuales han
pasado a la negra historia del crimen y los criminales, puesto que mataron más
que la mayoría de los que combatieron
Siempre han existido
criaturas que se han aprovechado de las desgracias ajenas para hacer fortuna. Así,
la guerra, que puede considerarse la mayor desgracia, supuso en ciertos casos
el contexto ideal para que asesinos en serie se sintieran a sus anchas para,
lejos de los frentes de batalla, robar y asesinar con asombrosa facilidad, casi
con impunidad. De este modo, personajes destacados de las páginas más
siniestras de la historia, como el Dr. Petiot en la segunda Guerra Mundial o Landrú
y Bela Kiss en la primera, mataron más que la inmensa mayoría de los soldados
que se enfrentaron al enemigo en el frente.
Hubo un tiempo en que
la palabra Landrú era un insulto sinónimo de asesino de mujeres. Henry Desiré
Landrú ingresó varias veces en la cárcel antes de 1914 por pequeños hurtos y timos; luego
estafó a una viuda, que lo denunció en cuanto sospechó, de modo que al salir de
la trena ya estaba convencido de que, una vez esquilmada, lo mejor era liquidar
a la dama. Además, con el jaleo de la I Guerra Mundial, las autoridades
prestaban poca atención a los delitos comunes. De esto se aprovechó Landrú
(poco agraciado físicamente pero dotado de gran elocuencia), que se dio cuenta
de que la contienda dejaba muchas viudas que se sentían solas e inseguras, así
que decidió atacar por ahí: puso anuncios en los periódicos ofreciéndose para
relaciones serias con señoras entradas en años (a pesar de que tenía esposa e
hijos). No tardaron en llegarle ofertas de mujeres solitarias, que él
investigaba para elegir a la que más patrimonio prometiera. La primera cayó en
su trampa en 1915; ya la había engatusado para que le traspasara el dinero,
pero resulta que la señora tenía un hijo adolescente que sospechó de ese hombre
pequeño, calvo y barbudo. ¿Solución?, Landrú los mató a los dos, los troceó y
acto seguido los quemó en el horno de su piso.
Con los beneficios obtenidos se trasladó a una casa en las afueras de
París para operar con más tranquilidad, desvalijando, engatusando, asesinando y
quemando a más mujeres solas. Aun en plena guerra los familiares denunciaron
las desapariciones, pero aunque se hicieron algunas pesquisas, había tantos
desaparecidos y tantos problemas de recursos y personal que Landrú ni siquiera fue
molestado.
Pero acabó la guerra,
y un día fue reconocido en la calle por la hermana de una de las desaparecidas,
que se enteró de dónde vivía y lo denunció. Al ser detenido se le encontró una
agenda con los nombres de unas cuantas mujeres y el dinero que les había sacado;
también había vendido sus pertenencias y extraído sus dientes de oro (tenía un
cajón lleno). Fue condenado y, en febrero de 1922, guillotinado. Durante su
estancia en la cárcel hizo un dibujo, en cuyo dorso se encontró (muchos años
después) su confesión: “Yo lo hice, quemé los cuerpos…”. Se le atribuyen diez
asesinatos seguros, pero la policía sospechó que podrían ser más de cien.
El húngaro Bela Kiss usaba
el mismo ‘modus operandi’: anuncios en la prensa, seducción, desvalijamiento y
asesinato. Pero a diferencia de Landrú, Kiss no se desprendía de los cadáveres,
sino que los coleccionaba conservándolos en alcohol. Primero actuó en Budapest,
donde bajo nombre falso entró en contacto con mujeres que luego desaparecían.
Hacia 1912 se trasladó a un pueblo cercano, Czinkota, donde tenía una casa.
Allí se instaló con su joven y atractiva esposa, aunque volvía regularmente a
Budapest. Sospechando que ella le era infiel con un artista, solía dejarla
encerrada. El caso es que, repentinamente, la esposa y el amante desaparecieron,
y él, compungido, aseguró a los vecinos que se habían fugado juntos. Al año
siguiente apareció con otra mujer, la cual, después de uno de los habituales
viajes de Kiss a la capital, también desapareció. Un día llegó a la casa un
camión y descargó dos grandes toneles metálicos de metro y medio de alto y uno
de diámetro, que él guardó bajo llave (a salvo de la curiosidad de la señora de
la limpieza). Meses después regresó de Budapest acompañado de otra dama…, que
al poco despareció. La operación se repitió unas cuantas veces (casi siempre
eran de entre 30 y 40, muy atractivas y bien provistas de equipaje), y otras
tantas llegaba el camión del tonel, de modo que para disipar sospechas explicó
al burgomaestre de Czinota que las mujeres se cansaban de él y lo abandonaban,
y de ahí la sucesión de amantes. Y cuando le preguntaban por los toneles
respondía que eran para almacenar gasolina, ya que, durante la inminente guerra,
habría escasez y se volvería muy valiosa. Comenzó la ‘gran guerra’, la primera,
y tras librarse de ser reclutado alegando problemas de corazón, siguió con sus
actividades; en esos años llegaron al pueblo noticias de la desaparición de
varias mujeres en Budapest…, pero nadie sospechó de Kiss. En 1916 fue llamado a
filas, y esta vez no se libró de vestir el uniforme del ejército austro-húngaro;
pero antes de irse, le entregó las llaves de su casa al burgomaestre (con el
que había entablado amistad), explicándole que si no volvía hiciera uso de la
gasolina. Meses después llegaron a Czinota unos soldados buscando combustible
desesperadamente, así que el depositario de las llaves se fue con ellos a la
casa de Kiss. Abrieron los seis toneles y encontraron otros tantos cadáveres de
mujeres desnudas y estranguladas conservados en alcohol; la policía preguntó en
la fábrica de las cubetas y descubrió que el asesino había comprado muchas más,
que fueron apareciendo con el tiempo en varios sitios, siempre con una mujer
desnuda y estrangulada flotando en alcohol; excepto uno de los toneles, que
contenía dos cuerpos, el de su esposa y su amante.
En el frente, Kiss,
astuto y calculador, supuso que ya habrían ido a su casa y descubierto el
pastel, así que tras alguna escaramuza metió su documentación en los bolsillos
de un soldado muerto y desapareció. Cuando se descubrió el engaño Kiss ya había
puesto tierra de por medio: estuvo en Rumanía y en Turquía, se enroló en la
Legión Extranjera francesa, desertó… y debió acabar en Estados Unidos, donde un
policía, cuya comisaría había recibido el retrato del asesino, aseguró haberlo
visto por las calles de Nueva York… Desgraciadamente, Bela Kiss nunca fue
capturado, desapareció para siempre y murió impune. Se le atribuyen, al menos,
23 asesinatos, pero la cifra total será siempre un misterio.
El doctor Marcel
Petiot aprovechó la confusión provocada por la segunda gran guerra para asesinar
a todo el que podía proporcionarle beneficio. Ya antes de estallar la contienda
había pasado varias veces por la cárcel a causa de sus nulos escrúpulos:
recetaba a conveniencia, robaba, estafaba…; de hecho, de niño robaba en clase a
sus compañeros, para especializarse después en desvalijar buzones; incluso en
la primera guerra robó medicamentos para venderlos en el mercado negro. Antes
de iniciarse la segunda entró en política y llegó a alcalde de un pueblo
cercano a París, pero fue destituido por robo, prácticas dudosas y muy diversos
turbios asuntos. Al ocupar Francia los alemanes, Petiot hizo correr la voz de
que, por un precio, podía sacar judíos del país; éstos llegaban y, bajo pretexto
de vacuna, les inoculaba veneno, los desvalijaba y se deshacía de los cadáveres
sumergiéndolos en cal viva o quemándolos. En 1943 lo detuvo la Gestapo, pero
como los muertos eran judíos lo soltaron. Al año siguiente, cuando Francia es
liberada, la policía entra en su casa tras ser alertada por los vecinos, que
protestaban por el insoportable hedor y el constante humo negro que salía de la
chimenea. Allí encontraron restos semicalcinados de muchas personas. Detenido,
Petiot explicó que ‘sólo’ había acabado con amigos de los nazis,
colaboracionistas criminales, y que él pertenecía a la Resistencia. Nuevamente,
incomprensiblemente, la autoridad le creyó y, dado el estado de excitación y
búsqueda despiadada de colaboracionistas, lo dejaron marchar. Pero la guerra
terminó, y el asunto del horno crematorio particular del doctor volvió a las
portadas de los periódicos. La policía volvió a por él y lo detuvo. Durante el
juicio se supo, además, que había instalado una mirilla en su cámara de los
horrores para contemplar cómo morían sus víctimas. En mayo de 1946 fue
guillotinado. Se le atribuyen 27 asesinatos seguros, pero ni él sabría cuántos
fueron.
Tres despiadados
asesinos que aprovecharon la confusión de la guerra para dejar salir lo peor de
sus peores instintos.
CARLOS DEL RIEGO
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