La singularidad de Woodstock no admite imitaciones, repeticiones ni comparaciones. |
Los festivales de rock (y géneros
afines) son lo más común del verano; tanto que su proliferación, adaptación al
momento y comercialización los ha convertido ya en algo así como una verbena o,
como ya se les suele denominar, un parque temático. Tal cosa se puede decir de
lo que proponen para el festival de Woodstock de 2019, un batiburrillo que
alterna a verdaderos clásicos del rock (añosos, claro) con personajillos de
dudoso mérito que viven más de las redes sociales que de sus discos y
conciertos
Sin embargo, esta especie de romería en
que se ha convertido el gran festival de rock, en sus primeros pasos tenía
mucho de ritual, se entendía como un gesto de protesta, como una manera de
diferenciarse de lo convencional en donde lo principal, casi lo único, era el
concierto. Hoy los festivales son parte del paisaje, han sido asimilados por la
mercado, envueltos en márketing y vendidos en los grandes almacenes; acudir a
los grandes festivales (Woodstock 2019 incluido) ya no tiene magia y sí un
punto de subordinación a la industria del entretenimiento.
Sí, las cosas han cambiado radicalmente
en todos los aspectos. Esta manera de ofrecer rock en vivo nació (cómo no) en
Estados Unidos. Se tiene como el primero de este género el llamado Fantasy Fair & Magic Mountain Music
Festival, celebrado en junio de 1967 en una colina de San Francisco, el cual
había tomado la idea de una especie de feria en la que el personal se
disfrazaba con trajes de época rememorando los siglos XVII y XVIII (el
Reanissance Pleasure Fair). Aquel iniciático Fantasy & Magic fue seguido
unos días después por el mucho más famoso Monterey Pop, con el que se abrió
definitivamente una prometedora puerta, ya que fue un enorme éxito; luego
llegaron el gigantesco Woodstock y algo después el no menos emblemático
Altamont, con lo que la novedad se hizo costumbre y se extendió por todo el
mundo.
Desde
entonces las cosas han cambiado mucho, en todo, tal vez lo único que no ha
variado es la sensación que han de experimentar los artistas al ver el gentío.
Aquellos primeros festivales de los sesenta del siglo XX tenían como fines
principales llamar la atención sobre el nuevo movimiento que ya se llamaba
hippy, dar a conocer aquello de paz y amor, las flores en el pelo y la ropa
estrafalaria y colorida, la conveniencia de los alucinógenos y el amor libre,
el rechazo a la guerra y a las reglas de la sociedad materialista…, todo ello
envuelto en las más diversas variedades de rock. No faltaba el ‘buen rollo’
entre el personal, con mucho ‘haz el amor y no la guerra’… En fin, que aquellas
primeras congregaciones de hippies eran la materialización del ideal ‘sexo,
drogas y rock & roll’, nada más, nada menos.
Además, los pioneros Fantasy Fair y
Monterey (éste promovido por John ‘Mamas & The Papas’ Phillips) tuvieron
fines solidarios y los beneficios se dedicaron íntegramente (teóricamente) a
instituciones benéficas; se tiene por muy cercana a la realidad la cifra de
200.000 asistentes a cada uno de dichos eventos. De todos modos, la intención
de los organizadores tenía poco que ver con el beneficio económico y mucho con
sus ansias de libertad psicodélica, de armonía, de vivir en comuna sin reglas,
sin ataduras, sin compromiso, sin obligación; y como quiera que en aquellos
años aquel movimiento cultural (que fue de los primeros en eso de la
contracultura) era la novedad absoluta, contaron con masivas asistencias.
Lógicamente, con aquellas bases ideológicas, las marcas comerciales no tenían
sitio.
Hoy las cosas son distintas. Los grandes
espectáculos musicales con extensos carteles surgen por todas partes y, al
menos en su mayoría, congregan a muchos miles de espectadores que acuden menos
atraídos por los nombres de los artistas que por la promesa de gran mogollón.
En realidad, echando un vistazo a los programas de algunos de estos certámenes
está claro que es imposible presenciar todo: hay varios escenarios, actuaciones
simultáneas o una tras otra casi inmediatamente. Sí, en los festivales del
siglo XXI impera la masificación en todo, artistas, público, marcas comerciales
se mire hacia donde se mire, actividades de ocio, restaurantes y, en fin, todos
los servicios que se tienen en cualquier parte. Estos festivales-romería, estos
parques temáticos son un poco como el bufé de los restaurantes chinos, en los
que todo termina sabiendo igual. Grupos, guitarras y baterías, cantantes
melódicos alternando con bandas extremas, punk y copla, heavy y rumba, hip hop
y ska-reggae, marketing, refrescos y pitanza, operadores de telefonía e
internet, marcas de coches, bancos…, todo se congrega, todo confluye, todo
forma parte del espectáculo, todo termina teniendo el mismo sabor a marketing y
mercadotecnia. Totum revolutum.
En Woodstock, e incluso en aquellos
primeros ‘enrrollamientos’ de la España de los primeros setenta del siglo
pasado, existía el sentimiento de asistir a un rito, de diferenciarse del
resto, de formar parte de algo diferente y muy lejano a lo que pasaba y a lo
que se pensaba fuera del recinto. Y con “buen rollo tío”. El rock era entonces
verdadera contracultura, puesto que la mayoría de la población no es que lo
rechazara, es que ni lo tenía en cuenta: la sociedad aún no lo había asimilado.
No es que lo de ahora sea mejor ni peor,
es simplemente distinto, es lo que lógicamente corresponde a cada momento: lo
que fue Monterey sería imposible hoy, y los de hoy serían impensables entonces.
Pero, por encima de todo, la mayor diferencia entre unos y otros reside en los
artistas, y por eso no es posible la comparación: en los festivales de los
veranos de los últimos sesenta del siglo XX tocaron gigantes del rock como Jimi
Hendrix, The Who, The Rolling Stones, Crosby Stills Nash & Young, Janis
Joplin, Creedence Clearwaer Revival, The Doors, Canned Heat… El ‘Woodstock 50’
de 2019 mezcla estrellas auténticas (un tanto ajadas, claro) con raperos y
otras razas de dudosa relación con el rock y con lo que se pretende
recordar.
CARLOS DEL RIEGO
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