Todo el mundo tiene su vanidad, especialmente quienes detentan poder,
aunque muchas veces den risa
¡Qué razón tiene aquel ancestral dicho:
“Vanidad de vanidades y todo es vanidad”! La jungla de la política hace tiempo
que es un teatro con un texto simplón en el que los actores gesticulan exageradamente
y hablan con gran pomposidad y voz campanuda, buscando parecer solemnes,
hinchándose de fatuidad y creyéndose el centro del universo. Y ciertamente a
veces es así, sobre todo si el protagonista tiene talento. Lo malo es cuando
quien ocupa el centro del escenario es un actor mediocre, que es exactamente lo
que está ocurriendo con el ex president Puigdemont. ¿Alguien se ha fijado en la
enorme sonrisa y cara de felicidad absoluta que tiene Carles en todo momento? Da
la impresión de que no le importa lo más mínimo la posibilidad de extradición,
detención o ingreso en la cárcel, ni lo tiene en cuenta, ya que lo que le anima
realmente es precisamente ser el foco de atención, el hecho de que todo el
mundo hable de él, estar en todos los periódicos y ser rodeado por cámaras,
luces y público apenas pisar la calle. ¡Está encantado con la situación!, tanto
que puede aventurarse que lo que más desea él no es la independencia, sino que
el procés nunca termine, puesto que eso significaría que su situación se prolongaría
meses o años, con lo que todo ese tiempo seguiría siendo el núcleo de la
información. Si a ello se añade además que se trata de un tipo tan escaso de
luces como de méritos objetivos, el hecho de que media Europa lo tenga como
noticia de primera página le debe producir poco menos que el éxtasis. Por ello,
ahora mismo Puigdemont está alimentado por una desbordante vanidad que lo llena
plenamente, de manera que todo lo demás le resulta muy secundario, banal, ¡qué
más le da lo que pase a su alrededor o a sus correligionarios!, él está en
todos los informativos y eso le llena de felicidad, está viviendo en la plena
satisfacción. ¿Qué puede haber mejor para el mediocre que estar en boca de
todos?, de esa manera borrará toda duda acerca de sí mismo y, seguro, ya se
creerá un auténtico genio… Pero no es un caso único, nada de eso: a otra escala,
esa misma vanidad y soberbia se observa en tipos tan dudosos como Trump o
Putin, ególatras de manual.
El otro caso de vanidad patológica es el
que ha demostrado el juez alemán que ha tumbado una orden procedente del
Tribunal Supremo español. En el ámbito futbolístico hay veces que se dice que
al entrenador de un equipo le ha entrado “un ataque de entrenador”, que quiere
decir que, en un momento determinado, tomó una decisión inopinada, disparatada,
confiando en que, si le salía bien, todo el mundo alabaría su genialidad; lo
malo es que lo más probable, casi al cien por cien, es que la jugada salga mal,
rematadamente mal. Algo parecido ha debido sucederle al crecido magistrado
alemán, quien seguramente ha sufrido un “ataque de juez”, se ha sentido
estupendísimo y ha debido pensar que esta era su oportunidad de ser un gran
protagonista, una ocasión para que se hable de él en todo el continente y para
que todos estén pendientes de sus decisiones… De otro modo no tiene explicación
que el puñetero (si es que los jueces de allí gastan puñetas como los de aquí)
haya juzgado y sentenciado en apenas unas horas un sumario que a varios de sus
colegas españoles les llevó meses confeccionar y que, segurísimo, no ha tenido
tiempo material de leer; es decir, ‘der Richter’ (el juez en alemán) se ha
extralimitado y ha juzgado cuando no tenía que juzgar, ya que sólo tenía que hacer
cumplir la ‘euro-orden’ si el cargo presentado existe en sus códigos legales,
como así es. Pero el ‘Untersuchungsrichter’ (juez de instrucción) creyó llegado
su momento estelar, sus quince minutos (o quince días) de gloria, de modo que
no pudo resistir la tentación y cayó en un “ataque de juez”; y no le importa
que fuera de Alemania nadie sepa su nombre o reconozca su cara, le basta con
saber que países enteros dependen de su decisión…, y eso debe excitar su
vanidad hasta alcanzar el nirvana.
Es evidente que muchas veces (seguro que
más de las que uno se imagina) desde los centros de poder se toman decisiones
movidas más por vanidad que por verdaderos intereses.
CARLOS DEL RIEGO
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