George, igual que Freddy y Joey, mostró su categoría humana hasta el último instante de su vida. |
La
cosa más segura del mundo es que, tarde o temprano, todos los que pisan este planeta
terminarán en manos de la Parca. Pero existe una situación en la que el
interesado se ve obligado a asumir, sin la menor duda, que la susodicha ya está
llamando a la puerta; tal certeza han de afrontar los que, desgraciadamente,
tienen su organismo invadido por el cáncer u otro mal incurable. En ese momento
en que ya no hay duda de que el final es cosa de unos días, muchos se
derrumban, otros se adelantan a su destino y, también otros muchos, engrandecen
su figura plantándose sin miedo ni autocompasión ante lo inevitable. Esto se ha
dado también entre algunos músicos de rock que han dejado claro, en situación
tan límite, su valentía y elegancia ante la guadaña. Así, pueden citarse los
casos de Freddy Mercury, Joey Ramone y George Harrison.
Uno
de los más grandes iconos del rock & roll de todos los tiempos (y por tanto
uno de los que más tenía que perder) es el inolvidable solista de Queen, Freddy
Mercury (1946-1991). Es de dominio público que contrajo el sida en un momento
en que apenas se sabía nada ni, desgraciadamente, se tenía idea de cómo
combatirlo. Sus últimos meses de vida fueron un auténtico calvario, pero como
recuerda su compañero el guitarrista Brian May, “jamás se quejó, jamás se
compadeció de sí mismo, nunca gemía diciendo que su vida era terrible”, al
revés, “siempre mostró un coraje asombroso”. Como es sabido, una de las últimas
canciones que grabó, cuando los efectos de la enfermedad eran dolor e
incapacidad, fue la vitalista ‘The show must go on’, el espectáculo debe
continuar; de ese modo, el invencible cantante deseaba demostrar que sí, que él
se iba, pero que no era el fin del mundo, que todo debía seguir, que nadie lo
lamentara…, que la vida continuaría sin él. En aquellos durísimos momentos
Freddy estaba debilísimo, apenas podía tenerse en pie e incluso vocalizar;
cuenta May que su estado era tal que prácticamente tenían que llevarlo en
brazos hasta el micrófono, sin embargo, él sacaba fuerzas de nadie sabe dónde,
sobre todo en la grabación de esa elocuente canción, que él cantó como en sus
mejores tiempos, con su mejor voz, con una energía increíble, tanto que todos
los presentes quedaron asombrados ante su increíble esfuerzo y presencia de
ánimo. El gran Freddy Mercury se fue enviando un mensaje que podría
interpretarse como “yo soy cantante y cantando moriré, no tengo miedo ni quiero
compasión”. No cabe duda, era mucho más grande de lo que todos veían.
Conducta
y actitud similar exhibió otra figura del rock, Joey Ramone (1951-2001),
vocalista del arrollador grupo neoyorquino. Afectado por cáncer linfático (linfoma)
desde hacía años, procuró continuar con su trabajo sin dejarse afectar, o sea, prefirió
seguir sintiéndose músico a lamentarse en un rincón (algo que, por otro lado,
nadie reprocharía). Sabiendo lo cerca que estaba de la muerte, mientras grababa
sus últimas canciones, decidió poner a su nuevo álbum (que sería póstumo) el
título de ‘Don´t worry about me’, no os preocupéis por mí, dando a entender que
él la palmaba, sí, pero que no era para tanto y que nadie le tuviera lástima ni
se angustiara; curiosamente, quien peor llevó su muerte fue su íntimo enemigo
Johnny Ramone, que después de veinte años de no dirigirle la palabra vivió
angustiado los tres años que tardó en reunirse definitivamente con Joey
(también cáncer). Asimismo, una de las últimas canciones que grabó fue una
versión del clásico de Louis Armstrong ‘What a wonderfull world’, qué mundo
maravilloso, un tema que le encantaba cantar y con el que deseaba transmitir la
idea de que las cosas más simples son las mejores: los árboles, los colores, el
cielo…, un mensaje cien por cien optimista justo antes de emprender el último
viaje. Sin mal rollo, sin impostura, con humildad, con verdadero amor a la vida
que había tenido y que llegaba a su fin. Dos metros de dignidad y elegancia.
George
Harrison (1943-2001) también afrontó la inmediata conclusión de su vida como lo
hacen los tipos íntegros, con entereza y serenidad. Se le consideraba el beatle
menos carismático de los cuatro: estaban los dos gallitos, el gracioso del
grupo y luego el discreto George; pero el caso es que, además de su
imprescindible aportación a los Beatles, el autor de ‘Something’ desarrolló una
carrera en solitario casi siempre superior a la de sus compañeros; ah!, y fue
el ‘inventor’ de los festivales de rock benéficos. El cáncer de pulmón fue
consumiéndolo poco a poco y de nada sirvieron los diversos tratamientos a los
que se sometió, a pesar de lo cual, jamás salió de su boca una sola palabra de
desesperación o autocompasión. A comienzos del nuevo siglo descubrieron que el
cáncer invadía su cerebro y que ya no había nada que hacer. Pero siguió
trabajando para terminar el que sería su disco póstumo aunque el deterioro
físico ya era evidente, e incluso dio indicaciones para terminarlo si él se iba
antes; y es que, como dijo un periodista, “comprendió que el cielo en la tierra
se llama rock & roll”. Él, reservado, sensato, elegante, quiso morir en paz
con todos, así que llamó a aquellas personas queridas con las que había
mantenido enfrentamientos y así irse sin cuentas pendientes; entre éstas
estaban sus viejos amigos y compañeros Paul y Ringo, con quienes se reunió a
solas en una habitación, y dado que éstos no iban a traicionarlo, lo que allí
se dijo será siempre un misterio, aunque es de suponer que serían palabras de
amistad, de perdón mutuo, de añoranza, de recuerdo al camarada muerto… Con una
elegancia deslumbrante, con una valentía imponente, George quiso quitarse
importancia y hacer honor a aquel prodigioso disco que había editado en 1970,
ya sin Beatles, con el título de ‘All things must past’, todo debe pasar.
Grandísimos
artistas que mantuvieron alto el espíritu en la hora suprema.
CARLOS
DEL RIEGO
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