Es lícito elegir libremente alimentarse sólo con vegetales, pero no lo es creerse mejor persona por ello, ni tratar de imponerlo, ni insultar. |
Hace unos días (VIII-16) la prensa
europea contaba que unos padres italianos que profesan el veganismo llevaron a
su hijo al hospital: el niño tenía más de un año, pero su tamaño apenas era el de
un bebé de tres meses. El pobre había sido sometido a esta alimentación, de
manera que presentaba escandalosas carencias en su organismo, por lo que
ingresó en estado crítico (al final se recuperó). No es el primer caso que se
da en este país, por lo que las autoridades van a castigar estas conductas
incluso con pena de cárcel.
No hará falta subrayar que se desató
una enorme y sonora polémica en torno al asunto. Los defensores de aquella
alimentación proclaman que los padres tienen derecho a evitar los productos de
origen animal a sus hijos; sin embargo, esta idea es perversa, ya que aunque sí
tienen legitimidad para otras cosas, como darle una u otra educación (dentro de
la ley) o elegir su colegio o su religión, no pueden tomar decisiones que
afecten a la salud del niño, como privarle de los nutrientes necesarios. Ante
este razonamiento, quienes sólo comen vegetales aseguran que esta alimentación
no tiene por qué ser deficitaria, ya que siempre se puede completar con los
suplementos vitamínicos, proteínicos, minerales… que sean necesarios; no caen
en la cuenta de que con ese argumento están admitiendo que los productos vegetales
son insuficientes para una buena alimentación, es decir, con sólo fruta,
verdura, hortalizas, legumbres, cereales… no se está correctamente nutrido. Es
más, un endocrino explicaba en los medios que si el niño sólo come vegetal,
junto a los mencionados complementos, será más pequeño, más débil, más expuesto
a enfermedades y menos listo de lo que debería…, pero vivirá. Ante esta evidencia,
los padres han de sopesar qué es más importante, si su ideología o la salud, el
crecimiento y el futuro de la criatura; además, llegada la mayoría de edad, ya
tendrá tiempo para decidir qué manducar.
Y es que cuando las ideologías se
llevan al extremo se llega a situaciones absolutamente indeseables, incluso
criminales. Por ejemplo, hace unos años se supo que, en Estados Unidos, unos
padres sordomudos tuvieron un hijo normal, sin deficiencias, pero como deseaban
que el niño fuera como ellos, pidieron al pediatra que lo lisiara, o sea, que
le privara del sentido del oído para que viviera en el silencio en que ellos
viven; lógicamente el galeno no sólo se negó sino que dio parte de las
autoridades, las cuales advirtieron a los desnaturalizados padres de que
estarían vigilantes para evitar que cometieran tamaña barbaridad (¡hay que ser
imbécil y mala persona para pretender tal desgracia para un niño, para un
hijo!). Y en esta misma línea de pensamiento está lo de la ablación a que
someten a las niñas en muchos países o la entrega en matrimonio de chiquillas
de 13 años a hombres de 40 ó 50.
Pero en realidad todo tiene su base en
la superioridad moral que se atribuyen no pocos militantes de algunas de estas
nuevas creencias, las cuales algunos han convertido en algo así como nuevas
religiones, y las abrazan con fanatismo. Así es, parte de los veganos y
vegetarianos (parte) se atribuyen superioridad moral por haber renunciado a la
proteína animal, y lo mismo ocurre con los animalistas y antitaurinos exaltados,
con izquierdistas sectarios y derechistas ultras, con feministas rabiosas (y
rabiosos), con nacionalistas xenófobos, con ecologistas extremos, con
anticlericales violentos… Muchas de las personas que asumen estas creencias lo
hacen como si de dogmas incontestables se tratara, de manera que, al sentirse
poseídos por la doctrina verdadera, quienes
no profesan eso que ellos tienen por certeza absoluta son considerados pobres
paganos que merecen, como mínimo, desprecio. Y como quiera que el fanatismo
expulsa a la razón, todos estos se quedan sin entendederas suficientes para
asumir la existencia otras motivaciones, otros gustos u otras formas de pensar,
e interiorizan su ideología de modo incondicional, con lo que llegan a la
conclusión de que los ‘infieles’ son inferiores moralmente.
Es imprescindible, asimismo,
especificar que no todo el que decide comer sólo plantas se cree superior, al
revés, hay muchos vegetarianos estrictos que comparten mesa y mantel con
omnívoros sin mirarlos por encima del hombro; e idénticamente ocurre con muchos
que miran por el medio ambiente, por el bien de su tierra, por la igualdad
real… Y es que, en realidad, todo o casi todo en este mundo es cuestión de
medidas.
Quien quiera renunciar al solomillo y al
pulpo a la gallega que lo haga, pero no se crea por ello que es mejor persona
ni, por supuesto, obligue a nadie a comer lo mismo que él. Ni siquiera a su
hijo.
CARLOS DEL RIEGO
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