Cuando las tropas franco-españolas reconquistaron el territorio se encontraron con escenas como esta; las carretas no daban abasto. |
A principios del siglo XX el Sultanato
de Marruecos vivía en la anarquía total, por lo que el sultán pidió ayuda a
Francia. En la Conferencia de Algeciras de 1906 el sultán acepta la presencia
de tropas francesas y españolas en distintos sectores del territorio. En 1912
se establece el Protectorado con zona francesa y zona española. Tras la I
Guerra Mundial el general Silvestre asume (en 1920) el mando de los ejércitos
españoles en el norte de África. Desde el primer momento intenta avanzar desde
Melilla en dirección a la bahía de Alhucemas, estirando su ejército a lo largo
de unos 140 kilómetros. Al principio la cosa parecía ir sin problemas; la
mayoría de jefes moros eran aliados a base de sobornos o apoyo en sus luchas
contra las cabilas rivales…
Pero entonces apareció la figura de Abd
el Krim, que unió harcas y cabilas y acaudilló la revuelta. Éste había
trabajado como funcionario para la administración española, pero durante la I
Guerra Mundial fue acusado de espía por los franceses y encarcelado; intentó
fugarse, se rompió una pierna y no quiso que los médicos lo tocaran, así que
cojeó el resto de su vida. Al recobrar la libertad dejó ver su intención
anticolonialista y empezó a buscar alianzas con caídes de otras cabilas. Bajo
su caudillaje los rifeños infligieron esta aplastante derrota a los ejércitos de
Silvestre.
Nombres como Annual, Monte Arruit,
Igueriben, Sidi Dris…, son los de algunas de las posiciones militares más
importantes en las que se asentaban los distintos cuerpos de ejército, pero
también indican tanto los lugares donde se produjeron aquellas vergonzosas
derrotas como las crudelísimas matanzas de españoles a manos de los rifeños:
murieron entre ocho y diez mil soldados y mandos, mientras que los moros apenas
contaron un millar de bajas. Las causas de la catástrofe fueron múltiples y de
muy diverso origen.
Para empezar, el general Manuel
Fernández Silvestre, hombre de trato amigable y cercano y héroe de la Guerra de
Cuba, de donde volvió con abundantes condecoraciones y múltiples heridas,
pensaba alcanzar en África grandes victorias y la gloria militar. Por eso forzó
a sus tropas mucho más allá de sus escasas capacidades; además, consintió lo
indecible a los jefecillos locales.
Causa determinante de la derrota fue el
empeño de Silvestre (una de sus ‘bigotadas’) de establecer múltiples posiciones
militares (los blocaos). Estas se eligieron según criterios políticos y
diplomáticos (para no molestar) y no atendiendo a cuestiones militares. Eran
lugares altos pero muy difíciles de abastecer o socorrer; el calor era
insoportable y había que ir por agua cada día, subiendo y bajando por terrenos
muy escarpados, auténticos caminos de cabras por los que los mulos tenían que
subir cubas que, al llegar, habían perdido la mitad de la carga; cuando
empezaron las hostilidades fueron muchos los convoyes de la ‘aguada’ que
tuvieron que volverse a mitad de camino, pues hombres y caballerías eran
fácilmente abatidos por un enemigo conocedor del terreno y bien situado; por la
misma razón, el reabastecimiento resultaba penosísimo o imposible. Las
condiciones en los fuertes eran terribles, estaban infestados de ratas y raro
era el soldado que no tenía piojos u otros parásitos; cuando alguien llegaba
con comida de casa grandes masas de roedores se reunían en torno al afortunado.
La comida era escasa y mala, el equipo anticuado, uniformes y calzado destrozados
e inapropiados (lo más abundante eran las alpargatas); el apartado médico tenía
tantas limitaciones e insuficiencias como el resto de las provisiones; el
armamento era vetusto y la munición insuficiente; el blocao estaba muy mal protegido
y peor parapetado…
En cuanto a los soldados que hubieron
de combatir, casi todos eran reclutas sin la menor experiencia; muchos apenas
habían hecho prácticas de tiro. Sabían de la crueldad del enemigo y le tenían
verdadero pavor; esto explicaría que, llegado el momento de abandonar la
posición, en lugar de una retirada ordenada se produjera una desbandada caótica
que incluso incitó al enemigo a intentar no dejar ni uno vivo, como si se
tratara de una cacería. Y es que, por si fuera poco, salvo algunas notables y
heroicas excepciones, los pobres desgraciados que pencaban en África no estaban
bien capitaneados.
Pero tal vez el mayor error fuera
confiar en los rifeños. Así es, tanto la tropa como los mandos (salvo
excepciones) confraternizaban incomprensiblemente con ellos, e incluso había
algún moro que iba de un fortín español a una aldea rebelde con total libertad…
El caso es que se creyó en la supuesta amistad de los cabileños incluso cuando
ya habían empezado los tiros. Cierto que hubo cabilas que se mostraron
amistosas, colaborando e informando (a cambio de bienes o dinero, claro), pero
en el momento en que sus jefes vieron por dónde soplaba el viento cambiaron de
bando con enorme alegría. Asimismo se habían creado compañías de policía moras,
las mías, que se batieron codo con codo con las fuerzas españolas…, hasta que
comprobaron quién ganaría la batalla, momento en que se pasaban al enemigo en
masa, empezando inmediatamente a disparar contra lo que unos minutos antes
defendían. Más aún, mientras el ambiente era pacífico, encargados de
intendencia, mandos y soldados llegaban a vender provisiones, equipo, fusiles
(la ‘fusila’) y munición a los sarracenos.
Así, tras espantosos asedios, cuando
cada posición llegó al límite (sin agua desde hacía días, sin comida, sin
medicinas, sin munición, sin esperanza), se daba la orden de retirada, pero la extenuada
tropa (que cargaba con heridos y enfermos) entraba en pánico, produciéndose la
desbandada, la huida enloquecida, una fuga en la que los propios españoles se
atropellaban unos a otros, se mataban por un mulo o un sitio en un camión
(muchos iban tan cargados que reventaban las ballestas) y nadie miraba por
nadie (hubo excepciones). En esa situación se pudo comprobar que las leyendas
en torno a la crueldad del moro eran ciertas. El reguero de muertos y heridos
que dejaban las columnas fue supervisado por hombres, mujeres y niños, que torturaban
y remataban sin piedad a quien aun respiraba, rebuscaban para hacerse con los
despojos (se sabe de un herido a quien cortaron las piernas a la altura de la
rodilla para quitarle las botas, ya que de modo normal no podían y tenían
prisa), abrían con el cuchillo las bocas en busca de dientes de oro o, para
divertirse, aplastaban caras, clavaban estacas en el ano del herido o le
cercenaban el sexo y se lo metían en la boca…, los pocos supervivientes
contaron atrocidades escalofriantes. En Monte Arruit se pactó la rendición:
entrega de armas a cambio de conservar la vida, pero en cuanto se depositó el
último fusil empezó la matanza.
Antes de aquellos sucesos, un
diplomático español mantuvo con un caudillo local esta conversación: “¿No os
gusta la paz que os ha traído España? No, preferíamos nuestras luchas. ¿No
queréis trabajar sin que nadie os quite vuestras posesiones? No, al moro no le
gusta trabajar. ¿No queréis ir en tren o por la carretera que os hemos
construido? No, el tren cuesta y no queremos carros, al moro le gusta caminar.
Cuando os ponéis enfermos, ¿no os gusta que nuestros médicos os curen? No, no
se puede hacer nada contra la voluntad de Alá, preferimos nuestros ungüentos.
¿No os gusta ir a Melilla? No, porque cuando volvemos a nuestros aduares
nuestra casa y nuestra mujer nos parecen peores”. Y eso que, en realidad,
España no sacaba gran cosa del protectorado, no había minas, petróleo o
cualquier otro recurso natural. Estaba allí por estar, por mantener un estatus
de potencia colonial que ya había perdido.
CARLOS DEL RIEGO
No hay comentarios:
Publicar un comentario