miércoles, 8 de junio de 2016

SI FALSIFICAR Y ROBAR 80 € CUESTA 6 AÑOS DE CÁRCEL, TRINCAR MIL MILLONES COSTARÁ… Toda la prensa se ha hecho eco del individuo que ha sido condenado a seis años de cárcel por falsificar una tarjeta y llevarse unos pocos euros; teniendo España la que tiene encima, ¿cuántos años pasarán en la trena los que se han llevado miles de millones?

Luis Roldán cometió delitos similares, pero con un montante de millones de euros, por lo que fue condenado a 30 años. 
No poca indignación ha provocado la entrada en prisión de un joven (que seguro dista mucho de ser un ciudadano ejemplar) acusado de haber falsificado una tarjeta de crédito y estafado con ella 80 euros, lo que le ha costado una condenada de seis años de cárcel. Parece un castigo desproporcionado, sobre todo teniendo en cuenta todo lo que ha sucedido en España en las últimas décadas, en las que la corrupción política y financiera no ha dejado un día sin asaltar las páginas de los periódicos. Citando sólo los casos más escandalosos y recientes, no habrá ciudadano que no se haya echado las manos a la cabeza al comprobar el volumen del fraude, hurto y latrocinio que han protagonizado  cientos de personas implicadas en la Gürtel, la Púnica, los Ere y los cursos de formación (podrían señalarse tantos desfalcos que apenas hay palabras para denominarlos).

Tirando por lo bajo, cada uno de esos procesos ha desvelado estafas o saqueos por valores superiores a los mil millones de euros; así, es fácil hacer las cuentas: si timar 80 pavos (y falsificar la tarjeta, y mentir a las autoridades) cuesta seis años, timar mil millones (falsificando documentos, mintiendo a diestro y siniestro) debería costar 75 millones de años de cárcel a cada timador… Sin embargo, cuando se haya probado la participación de todos esos políticos y chorizos de guante blanco en tan monstruosos saqueos, el espectador se quedará atónito ante la levedad de las condenas, sobre todo si se comparan con la del pequeño delincuente que usó una tarjeta clonada para llevarse tan ‘desmesurada’ cantidad; es más, podría apostarse a que la aplastante mayoría de los implicados en los sumarios mencionados ni siquiera pasarán un día entre rejas, y si alguno ingresa en la trena, no será ningún cargo importante, sino algún que otro desdichado funcionario o político de tercer escalafón.

Pero es que el pasmado contribuyente aún puede escandalizarse mucho más: en una capital de provincia del noroeste del país, un tipo ha sido estos días (VI-2016) condenado por asesinato a 17 años de privación de libertad (ya había penado otros seis o siete por un asesinato anterior); de este modo, puede hacerse el siguiente cálculo: si caen seis años por falsificar, mentir y robar 80 euros, y 17 por asesinato, eso significa que matar tiene un coste aproximado de poco más de 240 euros. Igualmente, todo aquel que lea periódicos sabe de carteristas que roban cantidades similares o mayores una y otra vez hasta acumular cientos (¡cientos!) de delitos probados y que jamás entran en prisión…¡Y qué decir de los políticos autonómicos que se pasan la ley por el forro sin que tengan nada que temer! Pero aún se puede llegar más lejos en la odiosa comparativa: asesinos terroristas que han segado más de veinte vidas apenas han pagado con veinte o veintitantos años de la suya (como si quitar cada vida costara tanta cárcel como falsificar y robar cuatro veces 80 euros); sí, fueron condenados a cientos e incluso miles de años, pero la cosa no deja de ser una burla, ya que la mayoría apenas ha pencado con dos décadas de trullo. ¿Alguien puede defender una legislación tan infamemente desproporcionada?      

La proporcionalidad no es una virtud del código penal español, cosa que bien puede achacarse a los legisladores. Pero por otro lado está el asunto de la interpretación, que ya es cosa personal del encargado de dictar sentencia, o sea, del juez. Muchos señalarán que el juez no hace sino aplicar la ley, sin embargo, si la cosa fuera tan sencilla, si sólo hubiera que encajar el delito en los casos contemplados por la legislación existente, ¿para qué se necesitarían jueces?; se introduce cada caso en un ordenador que contenga todos los códigos penales existentes, y luego se añaden los informes policiales del caso, testimonios, alegaciones de la defensa y la acusación, antecedentes, eximentes, atenuantes, agravantes y, en fin, todo lo que de un lado y otro pudiera aportarse, de modo que la computadora emitiera su fallo de un modo frío y calculado… Pero no, el juez tiene que interpretar y tener en cuenta circunstancias y particularidades, para eso está; y por ello, debe exigírsele proporcionalidad, sobre todo para no caer en desproporcionados agravios comparativos, como en el mencionado caso de los 80 euros, en el que salta a la vista la actuación desproporcionada del togado…, y de los posteriores altos tribunales, que se han limitado a denegar el indulto de un modo frío y automático como la respuesta a un alegación contra una multa de tráfico. ¡Qué distintas serían (serán, seguro) las cosas cuando el implicado sea un importante político! Hay un caso ilustrativo: el del que fuera Director de la Guardia Civil, Luis Roldán, falsificó, defraudó, mintió y huyó con el equivalente a unos 15 millones de euros (la mayoría no han aparecido), por lo que fue condenado a 30 años.

Tratando de pasar por encima de la indignación, hay que tener presente que el juez es tan persona como cualquiera y, por tanto, tan sujeta al error como los demás. El que tiene que tomar este tipo de decisiones (ya sea un magistrado, un árbitro de fútbol o un jurado de los Premios Nobel) tarde o temprano se equivocará y una injusticia al tomar su decisión (aunque sea indudable su buena fe); así, ¿cuántas veces la Verdad será distinta de la verdad a la que se llega tras un juicio?, ¿y cuántas veces la ley y su administración se habrán equivocado tanto con los robaperas como con los grandes mangantes? Cierto que quien dicta sentencia tiene no sólo una profunda preparación, sino también toda la información disponible; pero a pesar de ello, el señor juez se verá involuntaria e inevitablemente influido por sus creencias, su ideología, su experiencia, sus valores, su modo de ser, su capacidad de empatía..., en fin, por todo eso que constituye el ser persona, el ser único.

No es que este raterillo no se merezca el castigo, sino que parece que no se aplica la misma vara de medir (por parte del legislador y del juez) cuando se trata de grandes y grandísimos delincuentes.   


CARLOS DEL RIEGO

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