jueves, 8 de mayo de 2014

LA FIGURA DEL HÉROE A SU PESAR EN EL CINE CLÁSICO En el cine de las últimas décadas apenas se ven protagonistas con profundidad sicológica suficiente como para mostrar una lucha interior, esa que sí ofrecen protas de pelis clásicas que se debaten entre ocuparse de sus intereses o plantar cara a la injusticia


El héroe no hace caso a quien le asegura que 'más vale un cobarde vivo
 que un héroe muerto'

Hablaban unos adolescentes de cine, de la película ‘Casablanca’ y, más concretamente, de su final. Unos decían que la peli acaba mal, otros que el final es abierto y no está claro, y algunos no entendían por qué el protagonista no quiso marcharse con la chica. En primer lugar resulta sorprendente que chicos y chicas de 15 o 16 años no sólo se sienten a ver una película vieja en blanco y negro, con escasa acción y sin efectos especiales, sino que después se monten entre ellos un pequeño cine-fórum. Sea como sea, el filme en cuestión ha de tener algo cuando más de sesenta años después sigue capturando la atención de las nuevas generaciones. Tal vez sea que, además de todas las virtudes de tan emblemática producción, ‘Casablanca’ (Michael Curtiz, 1942) muestra a ese personaje que se ve obligado a ejercer de héroe, a acometer una tarea que no desea pero que, finalmente, él mismo se obliga a emprender. No puede hacer otra cosa.


Sólo él puede enfrentarse al viejo avaro, y por eso renuncia
 a sus deseos más profundos

Sí, a lo largo del filme, Rick subraya varias veces que no le interesan los asuntos políticos, las peleas o los problemas de los demás, que sólo le interesa lo suyo, su negocio y sus intereses…; pero eso es sólo lo que él dice, incluso lo que él quisiera, de modo que ante las decisiones trascendentes obra en contra de aquel sentimiento: cuando combate al franquismo en España o la anexión de Austria (así se lo recuerda Laszlo) y, en la penúltima escena, cuando renuncia a quedarse con la chica estropeando así un final feliz. Nadie dudará de que Rick hubiera preferido irse con Ilsa que con Renault, pero en el momento cumbre renuncia a su propio beneficio en aras de un bien mucho mayor, es decir, en contra de su pensamiento e intenciones; y en contra de lo que proclama, se comporta como un héroe, con unos principios elevados que se imponen a su interés personal. Él no quiere ser eso, pero no tiene otro remedio que serlo.

Este personaje, esta figura del esforzado que sacrifica sus intereses por pura convicción y sin esperar gratificación ha sido reflejado en no pocas ocasiones en el cine clásico americano. Además del caso mencionado, hay otros dos que resultan muy significativos. Uno suele asomarse al menos una vez al año a la televisión en medio mundo: George Bailey, el protagonista de ‘Qué bello es vivir’ (Frank Capra, 1946). Como todo cinéfilo (veterano o nuevo) sabe, Bailey tiene espíritu aventurero, quiere viajar por el mundo, escuchar el silbido del tren o la bocina del barco, irse a países exóticos, escaparse de aquel poblachón encerrado en sí mismo. Sin embargo, cada vez que le llega la oportunidad de salir de allí (incluso cuando está a punto de emprender su viaje de novios), las circunstancias le imponen el deber de quedarse, pues en caso contrario los habitantes se verán aplastados por el implacable y desalmado señor Potter. Él desea con todas sus fuerzas irse y demostrar que es un hombre brillante, pero una y otra vez ha de posponer el viaje. Por una causa u otra ha de decepcionarse a sí mismo, fastidiarse y quedarse a solucionar los problemas de los demás, como si sólo él tuviera la fuerza y la inteligencia suficiente para enfrentarse al dueño del pueblo, como si los vecinos de éste fueran incapaces de sobrevivir sin él. Y así es, y él lo sabe: sin alguien que le plante cara, el viejo de la silla de ruedas convertirá el pueblo en ‘Potterville’. Y renuncia a sí mismo sin dudar, sin pensar, simplemente dejando que su instinto aflore para imponerse a sus ilusiones. Su conciencia, su integridad moral lo ata a ese indeseado liderazgo.

El tercer caso tiene al mismo actor protagonista que el primero. Es el que incorpora al ex mayor Frank McLoud en ‘Cayo Largo’ (John Huston, 1948). Varias veces a lo largo del filme trata éste de definirse como un egoísta preocupado sólo por sus propios asuntos, y se presenta así porque, al volver de luchar y ganar la guerra, no ha encontrado su sitio, nadie le reconoce, nadie le echa una mano. No obstante, en los momentos de máxima tensión, cuando se precisa el temple del hombre íntegro, su valentía emerge incontenible, impidiéndole otra cosa que no sea el acto heroico: su verdadero ser triunfa sobre la razón fría y lógica. De este modo, se arriesgará a recibir un tiro sólo por aliviar el sufrimiento de una alcohólica, o preferirá enfrentarse a los gángsters él solo que involucrar a indefensos. Su cabeza le indica el camino sin riesgo, pero su vida le exige combatir la injusticia. En fin, no hace caso al consejo de la cantante venida a menos: “Más vale un cobarde vivo que un héroe muerto”.       
   
Desgraciadamente esta clase de persona, íntegra y sin dobleces que actúa en contra de sus propios razonamientos porque los demás lo necesitan, esta representación de lo mejor del Ser Humano, es una auténtica irregularidad en el cine de las últimas décadas, en donde los protagonistas suelen ser personajes soberbios y engreídos, chulescos fantasmones sabelotodo que, en realidad, no tienen nada más que buena imagen en pantalla. Lo peor es que, además de en el cine, también es insólita esta figura en la vida real y cotidiana. Tal vez por eso los guionistas, productores y directores hayan modificado las virtudes que adornan a la persona principal de la película.    


CARLOS DEL RIEGO

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