miércoles, 13 de marzo de 2013

¿ES POSIBLE CONFIAR EN LOS JUECES? Varias causas judiciales de gran alcance están dirimiéndose actualmente; sin embargo, dada la arbitrariedad y engreimiento del juzgador, hay que temerse lo peor: sentencias benévolas, amables, para homicidas, asesinos y desalmados de todo género. Hay que ser ingenuo e imprudente para confiar en ese entramado

El torero Ortega Cano tendrá una sentencia benévola, amable, mucho más amable que la pena a la que él sentenció a su víctima.

Los asuntos judiciales siguen en primera página. Hay actualmente tres que atraen la atención del ciudadano (sin contar los relacionados con el trinque y la corrupción) y, por una u otra razón, no dejan de causar inquietud en todo aquel que tiene interés y se procura información al respecto. Inquietud que procede de la desconfianza que causan tanto los jueces y sus arbitrarias y desoladoras decisiones como el propio sistema penal en sí.

El caso del torero Ortega Cano es actualmente (III-13) el más seguido. Sin entrar a valorar testimonios,  pruebas y análisis, parece difícil que se libre de una condena importante dado que todo lo acusa…, si el proceso fuera más o menos lógico. Sin embargo, todo parece indicar que la cosa terminará con una componenda entre abogados, fiscales y jueces; los primeros iniciarán el mercadeo, el tira y afloja, el amaño, el regateo, la subasta, hasta ponerse de acuerdo; los siguientes darán su beneplácito al trueque; y los terceros harán cualquier pirueta para que el causante de un homicidio pague lo menos posible. ¿El muerto?, al hoyo, y el conductor homicida, al bollo. Pagará una muerte con dinero y, en el mejor de los casos, pasará unos días en el trullo y a la calle, a olvidar el mal trago. Claro que mucho peor fue el caso del indigno Farruquito, que conduciendo sin carnet y sin seguro a toda velocidad, atropelló a un peatón saltándose un semáforo, se dio a la fuga sin detenerse a auxiliar a su víctima y, por si fuera escasa la colección de bajezas mostradas por el bailarín, niega que él condujera y le pasa el muerto a otro; no se puede cometer mayor cantidad de vilezas y ruindades en una misma acción (sin el menor atisbo de duda, este individuo ha demostrado de qué está hecho). Como quiera que el encargado de administrar justicia encontró atenuante en el ‘arrepentimiento espontáneo’ (medio año después, cuando ya no tenía escapatoria y tras haber tratado de manipular las pruebas), el dudoso personaje apenas pasó unos meses entre rejas, pues aunque fue condenado a tres años (¿cuántos le robó al verdadero perdedor?), al poco ya disfrutaba de todos los beneficios, sólo iba a la cárcel a dormir y pasó el último año en libertad condicional. Desgraciadamente Ortega Cano ‘sufrirá’ un castigo semejante.

Otro caso terrorífico que se juzga estos días es el de los ultras-nazis-skins que apalearon a un indigente que se refugiaba en un fotomatón; los muy valientes (las hienas siempre atacan en grupo, jamás cuando la ventaja no es abrumadora) le patearon la cabeza hasta que se cansaron, mandándolo dos años al hospital y dejándolo con un 60% de minusvalía; y para colmo, el abogado de los prehomínidos se marca una declaración que hubiera firmado Hitler, dejando bien claro que, de haber estado allí, él también hubiera aporreado al indefenso. Habrá tejemanejes entre los equipos de letrados (al leguleyo ultra, como mucho, le darán una reprimenda) para que, al final, el árbitro los condene a unos años, tal vez diez o doce, con lo que en tres o cuatro estarán en la calle para buscar a otro indefenso al que machacar cuando vayan en grupo. Lo que deberían hacer en el momento en que localicen a otro desgraciado es avisar a su abogado, que gustará de participar en la ‘actividad’.

Un caso menos atendido por los medios viene del Tribunal de Estrasburgo, que considera que va contra los Derechos Humanos aplicar la doctrina Parrot, la cual señala que los beneficios penitenciarios se aplicarán sobre el total sentenciado, y no sobre el máximo a pasar en prisión, que en España es 30 años. Si prosperara esta barbaridad de los jueces de ese tribunal, en unos meses habrá cientos de terroristas, violadores, pederastas y asesinos en las calles, todos ellos con crímenes horribles por los que habrán pagado con unos pocos años de cárcel. ¡Qué pueden tener en la cabeza esos jueces para utilizar cualquier matiz o recoveco de la ley en beneficio de un violador pederasta que, sin la menor duda, una vez en la calle empezará inmediatamente a buscar víctima! ¡Cómo tendrán tanta empatía con el agresor y ni una sola palabra para el agredido!

Y si en el caso hay política y políticos, el del hábito negro se verá influenciado por prejuicios, preferencias, simpatías y antipatías, ideologías, arbitrariedades…

¡Pero qué se puede esperar de un juez!, qué se puede esperar de una persona que un día se mira al espejo y se dice a sí mismo: “tú vas a ser quien decida el destino de las personas, tú tendrás el poder sobre las vidas de los otros”. Son necesarios, sí, pero desde un punto de vista ético hay que tener un ego del tamaño del Himalaya, una soberbia más profunda que la fosa de las Marianas, una vanidad y engreimiento más extensos que el desierto de Sahara para verse así. Valga de muestra de la valía moral de gran parte de este colectivo (segurísimo que hay excepciones) el trato que habitualmente dan a sus compañeros de facultad cuando ganan la oposición: les niegan hasta el saludo, pues a partir de ese momento se consideran seres superiores.

CARLOS DEL RIEGO








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