Si la Iglesia Católica cambia su postura respecto a ciertos temas en función del momento, debería buscar otro nombre. |
Tras la elección del nuevo Papa
han vuelto a escucharse las voces de quienes piden, e incluso exigen, cambios
en la Iglesia Católica, modernización, adaptación al mundo actual, renovación
de estructuras, evolución con la sociedad… Pero lo más sorprendente de tales
demandas es que, casi en su totalidad, proceden de quienes se declaran ateos o
agnósticos, o sea, de aquellos que teóricamente ‘pasan’ de la religión; es algo
así como que a los que no les gusta el teatro clamen por la utilización de dispositivos
e ingenios electrónicos en los escenarios.
Así pues, quienes están dentro de
la Iglesia, o sea los interesados y afectados por ella, prefieren que las cosas
sigan como están (aunque siempre habrá lógicas discrepancias y opiniones
contrarias), mientras que los que no quieren nada con lo que ahora encabeza Francisco
I o incluso desean su desaparición, son los que reivindican cambios. Curioso,
incoherente, ilógico.
Esas voces que reclaman (casi
siempre a gritos y con abundancia de insultos) novedades, mutaciones,
actualizaciones se suelen centrar en cuatro o cinco puntos. Uno de ellos es el
tema del aborto, pues reivindican que el Vaticano deje de pronunciarse a favor
del no nacido y libere de culpa (de pecado, vamos) a la madre que, argumentan,
ha de ser libre para decidir si lo que lleva dentro vivirá o morirá como si fuera algo de su absoluta
propiedad o formara parte de ella. Otro asunto que causa gran preocupación a
los ateos preocupados por la Iglesia es el de las mujeres curas, pues
reivindican el derecho de ellas a cantar misa; así, si detestan la religión y
sus ritos, si no creen en nada de eso, ¿qué puede importarles que las mujeres
dirijan o no las ceremonias? La negativa a casar a personas del mismo sexo, la oposición
frontal a la eutanasia o al divorcio son otros temas en los que los ajenos a la
religión elevan la voz exigiendo adecuación a los tiempos. Sin embargo, si el
nuevo Papa iniciara el camino de la reforma de las bases del catolicismo
estaría anunciando su desaparición, ya que sería renunciar a su moralidad, a su
naturaleza, ajena a los tiempos, y se convertiría en una organización voluble y
al albur de las modas y tendencias sociales de cada momento, o sea, que dejaría
de ser la Iglesia Católica.
Tal vez los que se declaran
contrarios a toda creencia y a todo concepto de trascendencia crean que esa es
la mejor forma de acabar con esa entidad que lleva más de dos milenios
operando. Pero aunque así fuera no deja de llamar la atención la preocupación
por algo que les es tan repelente; imagínese que un enemigo de la masonería o
de un club de fumadores, sociedad recreativa o comunidad de vecinos no cesara
de proclamar la necesidad de la modernización de sus ritos, de exigir el cambio
de indumentaria o de aconsejar unos nuevos horarios. Para estos casos la sabiduría
popular acuñó aquello de ‘¡Y a ti quién te ha dado vela en este entierro!”.
Por otra parte, también se ha
aprovechado la llegada del nuevo al solio pontificio para recordar la
“necesidad de que la Iglesia Católica pida perdón por sus crímenes en el
pasado, como la Inquisición o las Cruzadas”. Bueno, dígase una organización,
organismo, partido, gobierno o país que no tenga cadáveres en el armario, y si
hay que pedir perdón por hechos de anteriores generaciones deberían empezar los
partidos democráticos, pues democracias legítimas han perpetrado barbaridades
equiparables a aquellas, igual que otros regímenes, y en tiempos con Derechos
Humanos en vigor.
CARLOS DEL RIEGO
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