sábado, 13 de diciembre de 2025

LA INMORALIDAD NECESARIA PARA METERSE A ÁRBITRO DE DEPORTES

 



 La injusticia e inmoralidad son consustanciales a quien decide meterse a árbitro, es decir, a perpetrar injusticias a sabiendas de que va a cometerlas, aunque sea involuntariamente

Cuando una persona decide meterse a árbitro (de fútbol, baloncesto, balonmano, waterpolo…) sabe que va a equivocarse y que cada equivocación se traducirá en una injusticia, es decir, quien comienza en el arbitraje entiende perfectamente que va a cometer abundantes injusticias: voluntaria o (en el mejor de los casos) involuntariamente va a ser injusto. Por eso, no es atrevido afirmar que quien se mete a árbitro tiene que tener una moralidad laxa y elástica, una moral ajena a conflictos de conciencia por el daño causado

El que comienza sus ‘estudios’, su preparación para convertirse en juez de deportes no puede desconocer que caerá en el error, y sin embargo eso no lo disuade, sino que continúa aun a sabiendas de que va a perjudicar, que va a ser injusto. Habitualmente quien está o ha estado en el arbitraje suele esgrimir el argumento de que ‘todo el mundo se equivoca’, sin embargo, no tiene en cuenta que no todo el mundo se mete a juzgar eventos deportivos ni tiene obligación de hacer justicia. Igualmente  se disculpan argumentando que ‘también los jugadores se equivocan’, un razonamiento falso, ya que el encuentro deportivo han de decidirlo los jugadores con sus aciertos y sus fallos, mientras que el árbitro no tiene derecho a decidir el partido de un modo u otro: el árbitro tiene la obligación de ser justo, o sea, de ser certero siempre. Y si no es así comente grave injusticia.

 

La realidad indiscutible es que cada vez que el colegiado yerra altera el natural discurrir del partido. Y no se trata ya de jugadas determinantes, como un balón de gol que entra o no, una expulsión, una pena máxima…, sino que incluso jugadas aparentemente banales, como un saque de banda que se concede al equipo infractor, modifica lo sucesivo. Por ejemplo: en el primer partido de Francia en el Europeo de fútbol de 2024 contra Austria, un delantero austriaco tiró a puerta y un defensa francés desvió el tiro, que salió a córner (de modo bastante claro); sin embargo, el árbitro dio saque de puerta, y en la jugada siguiente (medio minuto después) Francia anotó el único gol del partido, el que le dio la victoria. Un fallo aparentemente intrascendente modificó de modo determinante el transcurrir del partido; si el referí hubiese atinado con su decisión, Austria hubiera sacado de puerta y ese tanto de Francia jamás hubiera tenido lugar, es decir, si hubiera señalado correctamente nada de lo que sucedió después hubiera sucedido. En otras palabras, la equivocación del árbitro manipuló el natural desarrollo del encuentro y, evidentemente, el resultado final. De modo involuntario, pero él fue quien decidió el tanteador. Lo mismo pasa cuando se da un simple y aparentemente trivial saque de banda de modo erróneo: se altera todo lo que sucederá a continuación. En fin, cada error del juez del encuentro altera lo que justa y naturalmente debería pasar.  

 

También puede razonarse que el árbitro es algo así como un gorrón que vive a costa del deportista, puesto que nadie pagaría por ver en acción al señor del silbato; no, el público paga y genera ingresos porque quiere ver al jugador de fútbol, de baloncesto, de balonmano…, no por ver en acción al colegiado, que no deja de ser un mal necesario, una figura indeseable que causa perjuicios pero de la que no se puede prescindir… de momento. Por todo ello resulta ciertamente insultante, intolerable, la situación en la que el árbitro se comporta de modo soberbio, vanidoso, como si él fuera el dictador que no tiene que dar explicaciones ni admite preguntas: él decide y los demás a callar y obedecer. Como si él fuera quien llena las gradas. Esa vanidad y engreimiento, esa soberbia, ese endiosamiento debería ser extirpado, sancionado, y exigir al gorrón que se comporte con humildad ante quien genera los ingresos de los que él cobra.

 

Y ¿por qué una persona está dispuesta a cometer injusticias, graves injusticias que alteran de modo determinante el encuentro deportivo? Y ¿por qué está dispuesta a ser injusta (involuntariamente en el mejor de los casos, puesto que hay otros…) e intervenir en el resultado del partido? La respuesta el evidente: por dinero, claro.

 

Llegados a este punto es fácil preguntarse ¿y cómo se solucionaría el asunto?, ¿cómo buscar hacer justicia en el deporte profesional? Sin embargo, ese es otro debate, aquí sólo se ha tratado de la persona, del individuo y su conciencia, de cómo afecta a su moralidad, a su dignidad personal  el convencimiento de que va a cometer injusticias metiéndose a arbitrar enfrentamientos deportivos. ¿No tienen conflictos morales?, ¿no afecta a su conciencia comprobar que ha perjudicado aunque fuera de modo involuntario?

 

Para ser árbitro hay que tener un tanto así de inmoralidad e indignidad, pues de otro modo no se podría vivir sabiendo que se gana dinero siendo injusto.

 

CARLOS DEL RIEGO

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