Una mujer haciendo una escasísima comida en una calle berlinesa ante la ansiosa mirada de sus cinco hambrientos hijos |
En la segunda semana
de mayo de hace justo 75 años Europa celebraba el fin la II Guerra Mundial (en
Asia aún duraría unos meses). Incluso la mayoría de los alemanes lo festejaba,
pues los últimos meses habían sido terribles (como siempre ocurre con los que
pierden guerras), especialmente para los berlineses. La capital alemana sufrió
un asedio durísimo en los estertores del régimen nazi, aunque no menor que el
sufrido por los países que éste había invadido; sus habitantes aguantaron como
pudieron, e incluso hicieron chistes
Toda la población de
Alemania fue sometida a la locura fanática de los jerarcas nazis, que estaban
dispuestos a sacrificar a toda la población obligándola (durante los últimos
meses de la II Guerra Mundial, hace 75 años) a una resistencia inútil, suicida.
Así, reclutaron a todo varón de entre 15 (incluso menos) y 55 años (o más); los
militares profesionales llamaban a esto ‘potaje’, porque combinaba verduras
frescas con carne rancia. En Berlín la gente no tuvo otro remedio que
resignarse a vivir casi siempre bajo tierra, en refugios de todo tipo, entre
los que estaban los túneles del metro; sin embargo, el degenerado de Hitler
ordenó que estos fueran inundados para que no pudieran ser usados por el
ejército ruso, y ello sin detenerse a considerar cuántas personas morirían
ahogadas. Baste decir que el führer afirmó que si Alemania iba a perder la
guerra el pueblo alemán no merecía seguir viviendo, así que dio la orden de destruir
toda construcción industrial, sanitaria, civil…
‘La tribu de los
sótanos’ es como llamaban a quienes pasaban la mayor parte del día en aquellas
catacumbas. Cuentan que cada refugio tenía su propio descerebrado (es decir, nazi)
que decía que había que confiar en el führer, sin embargo, cada vez se usaba
menos este término y más un desengañado “ese” para referirse al gran genocida.
Asimismo, los berlineses desarrollaron en los sótanos y subterráneos numerosas
manías y creencias, como pensar que colocarse de un determinado modo protegía
contra los efectos de las bombas. Se cuenta que un soldado convaleciente asustaba
aun más a los desesperados mientras caían las bombas: “Tenemos que ganar,
porque si perdemos y el enemigo nos hace la mitad de lo que nosotros hemos
hecho en los países ocupados, en tres semanas no quedará un solo alemán vivo”. Lógicamente,
al terminar el bombardeo la gente se desahogaba, reía histéricamente e incluso
algunas mujeres se atrevían a exclamar “¡Mejor un ruski (ruso) sobre el vientre
que un “amis” (angloamericano) sobre la cabeza!”
El pueblo de Berlín
no perdía el sentido del humor, como demuestran algunos dichos que circulaban
por sus calles y subsuelo en los últimos días de la guerra. Por ejemplo, con jocosa
resignación, decían a modo de eslogan “aprenda ruso rápidamente”; o cuando
empezaron a comprender la imposibilidad de salir con bien de tan tremenda ocasión
se susurraban unos a otros “la lucha no terminará hasta que Goering quepa en
los pantalones de Goebels”, ya que aquel era gordo y éste raquítico.
También corrió por
toda la capital el dicho “la única promesa que ha mantenido Hitler es la que
hizo antes de subir al poder: dadme diez años y no reconoceréis Alemania”. Y
ciertamente así fue. Menos jocoso es el hecho de que muchos y, sobre todo,
muchas esperaban a que los rusos derribaran la puerta de su casa para
suicidarse, pues sabían lo que les esperaba, especialmente a ellas... Además, a
los soviéticos les gustaba gastar bromas por teléfono, de modo que una vez que
se habían adueñado de la casa y tomado el botín, se divertían cogiendo el
teléfono y marcando cualquier número para, cuando alguien contestaba, amenazar
en un tosco alemán, cosa que debía acongojar bastante… No puede extrañar que
los vecinos del arrasado Berlín (que eran mayoritariamente mujeres, niños y
viejos) empezaran a referirse a su ciudad como “La pira funeraria del Reich”.
Sin embargo, no eran
pocos los que procuraban mantener su rutina diaria aunque en la práctica no
hubiera ni transportes ni centros de trabajo, y sí enormes riesgos. Brillaron
entonces muestras de ese sentimiento alemán de respeto a la legalidad hasta
extremos demenciales. Es conocido un hecho muy elocuente: Con la ciudad
destruida, sin servicios ni autoridades civiles, sin organismos oficiales o
instituciones en funcionamiento, prácticamente sin estado, un funcionario con
varios soldados protegía un almacén donde aún había avituallamientos y
suministros imprescindibles; las orugas de los T-34 rusos hacían retumbar el
suelo a unos cientos de metros cuando un grupo de berlineses se llegó hasta ese
almacén para pedir que se repartieran los víveres entre la población; sin
embargo, el burócrata al mando exigió una autorización firmada o no entregaría
nada; el desesperado personal le insistió y le hizo ver que los rusos llegarían
en una hora y todo caería en sus manos. Nada, el chupatintas se negó y amenazó
con disparar. Los berlineses se fueron. Un rato después, con los tanques
soviéticos a unos metros, el cuadriculado oficinista optó por pegar fuego al
almacén para evitar que los suministros fueran aprovechados por el enemigo… En
resumen, aquel necio covachuelista prefirió quemarlo todo antes que repartirlo
entre sus compatriotas, pues los necesitados ciudadanos no presentaron el
correspondiente papel firmado por la autoridad competente (algo que ya no
existía).
Otro mostró su
‘legalismo por encima de todo’ cuando escribió una carta al ayuntamiento
exigiendo que le devolvieran la bicicleta que le habían requisado para la
‘Volkssturm’ (aquella milicia formada por adolescentes-verdura fresca y
sexagenarios-carne rancia). El caso es que el cabeza cuadrada envió su
exigencia por escrito a pesar de que no había servicio de correos y el
consistorio no era más que un montón de escombros.
Un día apareció un
caballo destripado por una bomba en plena calle; los vecinos se disponían a
trocearlo cuando apareció un uniformado preguntando si el animal había sido
sacrificado siguiendo las estrictas normas dictadas por el Reich para el
sacrificio de animales…
A pesar de todo, de las carencias y la
desesperación, de la derrota inminente y de lo que les esperaba con los rusos a
punto de hacerse dueños de la ciudad, la gente deseaba normalidad y rutina,
como demuestra el hecho de que sobre los restos calcinados de un tanque alguien
pegó un cartel anunciador en el que se ofertaban clases de baile.
¿Ellos se lo buscaron?,
probablemente, sin embargo, había que ver quién se hubiera atrevido a elevar la
voz contra las bestias nazis
CARLOS DEL RIEGO
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