Los exploradores españoles tuvieron que escapar hacia los barcos a menudo (litografía de Capuz, 1849). |
Pasaron
25 años desde el descubrimiento hasta que los españoles se decidieron a
internarse en Norteamérica. En 1517 Hernández de Córdoba había sido el primero,
y al año siguiente fue la expedición capitaneada por Juan de Grijalva la que se
aventuró a lo desconocido, aunque sí que sabían que les esperaban grandes
“hambres, trabajos y heridas”. En abril de 1518, a bordo de cuatro barcos, 240
hombres iniciaron otra aventura histórica. Hoy, quinientos años después,
parecería poca cosa, pero fue una auténtica hazaña. Por otro lado, conviene
considerar que, si no hubieran llegado los españoles antes, tarde o temprano lo
habrían hecho otros (ingleses, franceses, holandeses) y, con total seguridad,
todo hubiera sido peor para los nativos. En todo caso, para recordar aquel
episodio, conviene ponerse el casco, la coraza y las circunstancias, y luego
escuchar a un testigo ocular, Bernal Díaz del Castillo, que lo contó y
describió todo en su imprescindible obra ‘Historia verdadera de la conquista de
la Nueva España’.
Diez
días después, con la excitación de la novedad absoluta y el temor a lo
desconocido, llegaron a la isla de Cozumel. Echan pie a tierra cautelosos,
avanzan y llegan a un poblado en el que sólo hay dos ancianos, pues el resto ha
huido al verlos. Mediante dos indígenas capturados el año anterior por la
expedición de Hernández de Córdoba, les piden
a los viejos que vayan tranquilamente a decir a los demás que no hay que
temer. Se van y no vuelven, pero sí llega una india que habla en la lengua de
Jamaica que, por ser parecida a la de Cuba, algunos la entienden; esta mujer
les cuenta que iba en un barco hacia Jamaica, pero naufragó y algunos
consiguieron llegar a la isla, donde sacrificaron a todos excepto a ella. Los
españoles la enviaron a que buscara a los del poblado para que volvieran, así
lo hizo pero regresó ella sola poco después con el mismo mensaje: no vendrán,
tienen miedo, así que volvieron a embarcar, incluyendo la mujer jamaicana, que voluntariamente
dejó la isla.
Desde
los barcos ven que, ya en las costas de la península de Yucatán, se han reunido
muchos “indios de guerra” de los que el año anterior atacaron, causaron muchas
bajas e hicieron huir a la expedición de
Hernández de Córdoba. La situación, según describe Bernal Díaz del Castillo,
debía poner los pelos de punta: “a esta causa estaban muy ufanos y argullosos,
y bien armados a su usanza, que son arcos, flechas, lanzas tan largas como las
nuestras y otras menores, y rodelas y macanas y espadas como de a dos manos, y
piedras y hondas y armas de algodón, y trompetillas y atambores. Y los más
dellos, pintadas las caras de negro y otros colorados y de blanco, y puestos en
concierto”, y para que nada faltara, el griterío amenazante. Con todo, desembarcan
la mitad (seguro que no fueron voluntarios), armados con cañones pequeños,
arcabuces, ballestas y espadas…, y el sudor frío del miedo recorriéndoles la
espalda. Apenas puesto pie a tierra, son recibidos con una cerrada lluvia de
flechas y lanzas, de modo que antes de que todos hubiesen desembarcado ya había
muchos heridos. Los españoles se defienden y “les causan mucho mal”, pero la rociada
de proyectiles no amaina, a pesar de lo cual se termina el desembarco. Entonces
la cosa cambia, con todos en la lucha y a base de estocadas y ballestas les
hacen retroceder. Balance de la batalla, siete muertos y unos sesenta heridos,
entre ellos Grijalva, el capitán, que recibió tres flechazos y le rompieron
varios dientes. También rememora Bernal que por allí había un enjambre de
langostas, que con el ruido se levantaron y cayeron sobre ellos, de modo que no
había modo de ver ni de asomarse, y que no se sabía muy bien si lo que venía
era proyectil o langosta. Tras reorganizarse, se adentran y no encuentran más
que pueblos abandonados, así que
regresan a los barcos.
Tres
días después, ya en el continente, remontan un río (río de Grijalva) hasta que
se encuentran con muchos indios en canoas y en tierra. Llevan visibles sus
armas y penachos de guerra y se ven también “mamparos, fuerzas y palizadas”.
Con los tiros (cañones), escopetas y ballestas apuntando, Grijalva, por medio
de los dos indios que iban con ellos, les dice que no tengan miedo, que sólo
quieren hablar e intercambiar cosas. Se acercan caciques y papas (sacerdotes), los
españoles les dicen que vienen de lejos y les hablan de su señor (Carlos I), a
lo que los indios principales contestan que ya tienen señor, que hagan los
trueques y se larguen, y que tienen más de veinte mil guerreros listos para el
combate. Finalmente se impone la diplomacia y se acuerda hacer las paces; los
españoles respiran, comen y beben. Durante los intercambios los indios hablan
de un lugar rico y con mucho oro al oeste: “México, México”, repiten sin que
los españoles tuvieran idea de qué era eso. Sin lucha, volvieron a embarcar.
En el
siguiente encuentro, que también fue pacífico, escucharon por primera vez el
nombre de Moctezuma, gran señor que ya sabe de su llegada, que quiere conocer
sus intenciones y si son los ‘teules’ (dioses) con barba de los que habla la
profecía. Con buenas sensaciones remontan otro río (río de Banderas), donde
vieron otra gran multitud de indios en actitud amistosa. Con toda la precaución
y las armas listas, bajaron a tierra, donde volvieron a rescatar oro, o sea, a
cambiarlo por piedras brillantes que los nativos apreciaban mucho (las verdes y
azules tenían gran valor ritual). Al terminar el trueque volvieron a embarcar.
Muy
cerca de tierra vieron varias islas. De una salía mucho humo, así que la
curiosidad los empujó y allí desembarcaron. De inmediato se toparon con templos
con gradas, y en ellos los restos de cinco indios recién sacrificados que “estaban
abiertos por los pechos y cortados los brazos y los muslos, y las paredes de
las casas llenas de sangre. De todo lo cual nos admiramos en gran manera”,
cuenta el soldado-cronista. Ya en el barco hablarían de ello y pensarían qué
más les esperaba… Posteriormente fueron a tierra firme, donde les esperaban
muchos indios con abundantes piezas de oro para cambiar por esas cuentas
brillantes que tanto les gustaban y llamaban ‘chalchivites’. Nuevamente
encontraron el adoratorio, en el que encontraron los torsos abiertos de dos
indios y restos y sangre por todas partes. Se convencieron de que el sacrificio
era algo cotidiano en aquellas tierras, lo que, sin duda, debió provocarles
escalofríos.
También
explica Díaz del Castillo que “con los
muchos mosquitos que había no nos podíamos valer”. E igualmente remarca el día
que hace buen tiempo, ya que llovía diario, lo que impedía usar cañones y
arcabuces; y a todo esto, siempre con todo el hierro, armas y protecciones
encima, con calor asfixiante y altísima humedad… Los expedicionarios ya habían
comprobado entonces que estaban en tierra firme, no en una isla. Acordaron
entonces enviar un barco a Cuba para pedir socorro, ya que había perdido 17
hombres y tenían muchísimos heridos, y también para que llevara a los más
dolientes y entregar el oro conseguido. Los tres barcos restantes volvieron a
costear por el Golfo de Méjico. Nuevamente se acercan a la desembocadura de un
río, donde “vinieron de repente por el río abajo obra de veinte canoas muy
grandes, llenas de indios de guerra, con arcos y flechas y lanzas”, los cuales
atacaron al navío más pequeño; sin embargo, los rechazaron y, acto seguido,
volvieron al mar. Más adelante decidieron regresar a Cuba, pero antes tuvieron
que fondear para reparar un barco que hacía mucha agua. Mientras estaban en
ello, llegaron muchos indios de diversos pueblos, todos con piezas de oro bajo
para cambiar por cuentas verdes. Algunos marineros repararon en unas hachas que
pensaron hechas también de oro bajo, así que se pusieron a intercambiar y “en
tres días se hobieron más de seiscientas; y estábamos muy contentos creyendo
que eran de oro bajo, y los indios mucho más con las cuentas”. Al llegar a Cuba
descubrieron que has hachas eran de cobre puro…
Así
terminó la segunda expedición europea a Tierra Firme de América del Norte. El
viaje tiene de todo, misterio e incertidumbre, batallas sangrientas y
encuentros pacíficos de dos culturas, terror y anécdotas simpáticas…, no le
falta ni el personaje femenino ni el final feliz y abierto a posible
continuación . Ninguno de los presentes vivirá jamás una aventura semejante.
CARLOS
DEL RIEGO
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