Según el dicho, ‘De biennacido es ser
agradecido’, cuyo significado permite que el refrán pueda formularse al revés,
o sea, ‘De malnacido…’. La ingratitud es una de las constantes en el hombre
desde que éste pisa la Tierra. Hay ejemplos cotidianos y de alcance y consecuencias más limitados; pero también
puede enumerarse una larga lista de ingratitudes que se han convertido en
auténticas injusticias. Ciñéndose la cosa al siglo XX existen algunos casos
verdaderamente sangrantes, tanto por el acto en sí como por el hecho de que el
desagradecimiento haya llegado desde organismos legítimos, gobiernos o
colectivos.
En mayo de 1948 Palestina era un
volcán: la guerra entre árabes e israelíes era inminente. La ONU nombró al
sueco Folke Bernadotte como mediador para tratar de evitar lo inevitable. Hombre
de una honestidad a toda prueba, redactó dos propuestas de paz y varios
informes describiendo la situación, todos ellos de una ecuanimidad difícil de
encontrar en ambientes políticos y diplomáticos. Pero los grupos terroristas
judíos (con apoyo, seguro, de ciertos políticos) no estaban dispuestos a
negociar nada, de modo que en septiembre de ese año miembros de la organización
Stern (o Lehi, o Irgún, que en 1946 voló el hotel Rey David con resultado de 91
muertos) detuvieron el convoy de Berdadotte, que atravesaba el sector judío de
Jerusalén; preguntaron por él y, localizado, ametrallaron su coche acribillando
al diplomático sueco y a otro enviado de la ONU, el francés André Serot. La
Organización de las Naciones Unidas condenó el acto, pero sin levantar la voz,
casi de tapadillo. Lo que sorprende es que el conde Berdadotte había arriesgado
su vida varias veces durante la Segunda Guerra Mundial; primero intercambiando
prisioneros de guerra con Alemania (se calcula que libró de los campos de concentración
a más de 10.000 personas), y luego, al final del conflicto, cuando los nazis
aceleraban ‘la solución final’, rescatando a no menos de 15.000 personas en
autobuses de la Cruz Roja Sueca, entre ellos cientos, tal vez miles, de judíos
destinados a las cámaras de gas. Entre quienes conocían y apoyaron el atentado
contra el diplomático sueco estaban personalidades tan relevantes como Isaac
Shamir. Asimismo, tras ser procesados los asesinos, Ben Gurión los indultó de
inmediato y se ocupó de que entraran en el ejército sin más. Se trata de un
caso evidente de ingratitud que, al menos, fue reconocido cuando Israel admitió
la responsabilidad judía en los hechos y el valor del conde Bernadotte.
Estados Unidos incluyó en su selección para
los Juegos Olímpicos de Berlín 1936 a 18 atletas negros (incluyendo dos chicas).
Todos ellos habían sufrido, en mayor o menor medida, discriminación racial en
su país. Una vez en Alemania todos los atletas, también los negros, fueron
tratados con suma cortesía, incluso la gente les pedía autógrafos y les daba la
mano sin tener en cuenta las leyes racistas de Nurenberg, dictadas meses atrás;
la propaganda nazi había aconsejado ser cordiales con los integrantes de los
equipos de todo el mundo, sin tener en cuenta razas, a pesar de lo cual, las
imágenes dejan patente que el pueblo alemán estaba sinceramente encantado con
los visitantes. Algunos de aquellos atletas pasaron a la posteridad y a la
gloria olímpica, como Jesse Owens, como el también esprínter Ralf Metcalfe o el
saltador de altura Cornelius Jhonson; sin embargo, las dos primeras mujeres afroamericanas
que USA llevó a unos juegos, Louise Stokes y Tidye Pickett, fueron reemplazadas
por atletas blancas en la final del 4x100 cuando ya estaban en la pista. Al
regresar a su país, aquellos verdaderos héroes del estadio volvieron a sufrir
racismo, y como muestra baste señalar el ‘detalle’ del presidente Roosevelt,
que sólo recibió en audiencia a los atletas blancos, negándose tal honor a los
negros (que ganaron 14 de las 56 medallas que se llevó el equipo USA). En este
sentido, Jesse Owens, cuádruple oro en aquella cita olímpica, repitió hasta la
saciedad que no fue Hitler quien lo despreció (a pesar de lo que escribieron
algunos periodistas estadounidenses a los que la verdad no les impidió escribir
una buena historia), sino el Presidente de Estados Unidos, que no le envió ni
un telegrama de felicitación. Tanto la Casa Blanca como gran parte de la
población fueron desleales, desagradecidos, ruines…, y ello a causa de uno de
los más bajos, necios e inhumanos sentimientos que pueden albergarse, el
racismo, tan cercano al nazismo al que poco después combatirían.
Poco conocida es la historia de la
polaca Irena Sendler. Cuando los ejércitos nazis entraron en Polonia (1939),
Irena ya trabajaba en una institución benéfica, velando por todos los
necesitados sin atender a creencias o etnias (ella era católica). Después, al ser
hacinados los judíos en el gueto de Varsovia, se las arregló para sacar de
aquel infierno nada menos que a 2.500 niños, utilizando mil y una estratagemas
para burlar a los soldados alemanes; además, tomó nota de nombres y direcciones
con el fin de intentar reintegrarlos a sus familias al terminar la guerra,
aunque la mayoría de los padres no sobrevivieron (la historia de ‘la niña de la
cuchara de plata’ es irresistiblemente emocionante). Lógicamente ella corría un
elevadísimo riesgo, pues si la descubrían…, y la descubrieron en 1943, la
torturaron para que denunciara a colaboradores y judíos, pero Irena soportó lo
insoportable y no pronunció un solo nombre. Se libró del paredón porque un
soldado se dejó sobornar… Su historia volvió a la actualidad cuando en 2007 el
gobierno de Polonia la propuso para el Premio Nobel de la Paz; pero el dudoso
comité noruego (que ha cometido recientemente abundantes y estrepitosas
necedades) optó por el oportunismo y se lo entregó al no menos mamotreto de Al
Gore por un sesgado documental que está olvidado, superado y mil veces
ridiculizado. Irena Sendler murió el año siguiente, con 98 años, tras recibir
reconocimientos y agradecimientos procedentes de todo el mundo…, excepto de esa
cofradía de ilustres tontos rendidos a la corrección política que conforman el
comité del Nobel de la Paz, los cuales dan más mérito a quien rodó un documental
(a saber cuánto hizo Gore) sin mayores consecuencias que a quien consiguió
cambiar el negro destino de tantas personas.
Es justo recordar de vez en cuando los
nombres de estos auténticos héroes que fueron pagados con ingratitud, a veces
hasta con desdén.
CARLOS DEL RIEGO
No hay comentarios:
Publicar un comentario