Los excesos de las clases políticas suelen provocar lo mismo que el encuentro entre el fuego y el combustible |
Como todo en este mundo es cuestión de medidas,
tener inquietudes políticas es saludable, pero si las ideologías presiden todo,
si la relación personal se mide según los colores que se defienden, la
convivencia puede volverse tóxica. Pues tal cosa sucede en España desde hace
años, y los observadores externos así lo aseguran; según éstos, aquí se ha
politizado todo, desde el deporte a la música, la literatura y la prensa, el
cine y el teatro, la ciencia y la sanidad…, y no digamos la enseñanza, ya en el
instituto ya en la universidad. Y por eso apenas hay figura que destaque en
cualquier actividad que no se haya significado políticamente, casi siempre de
un modo radical y a veces faltoso y grosero. En fin, todo está contaminado por
un exceso patológico de política.
Una de las causas de la politización perniciosa de
la sociedad viene de arriba, de los que ejercen la política de un modo
profesional. Desde todos los partidos se hace, lógicamente, política
partidista: lo importante es el beneficio del partido y el daño del
rival-enemigo. Asimismo, hay que tener en cuenta que esta actividad es muy
narcisista, siempre se mira a sí misma y dedica la mayor parte de su tiempo a
sí misma; de hecho, los que han hecho de esa actividad su trabajo ponen toda su
atención, todo su empeño en las
cuestiones de partido y la brega cotidiana, ya sea en pasillos, parlamentos o medios
de difusión. En definitiva, la mayoría de los políticos (siempre habrá alguna
excepción) han convertido la política en su objetivo último, en su fin
exclusivo, de manera que el que alcanza el sueldo público tiene como prioridad
absoluta mantenerlo, por encima de cualquier otra consideración; por esta
razón, en política la experiencia no es virtud sino vicio. Si a ello se añade
que en España hay innumerables centros de poder (municipal, provincial,
autonómico, nacional…) y con innumerables cargos cada uno, se comprenderá que
la política está irremisible y perjudicialmente enmarañada. Y por si fuera
poco, no ha de olvidarse que, como todo egocéntrico, consume en sí misma un
vergonzoso exceso de recursos.
Igualmente es destacable cómo el recién llegado al
entramado administrativo coge rápidamente el tranquillo, cómo en poco tiempo
entiende y adopta todos los usos y procedimientos de los veteranos, los cuales
tienen como meta la propia política, o sea, mantenerse a bordo de tan codiciado
barco pase lo que pase y caiga quien caiga. Si existiera un tope, un máximo de
estancia en labores públicas a cargo del erario, todo sería completamente
distinto, ya que el servidor del estado tendría la certeza de la fecha en la
que habría de bajarse del barco y, por tanto, no gastaría tiempo, dinero y
recursos en encontrar la forma de perpetuarse en el sillón (lo que no quiere
decir que no cayera en otras inmoralidades consustanciales al poder y a la
autoridad que dan los cargos). Y ello por no hablar de que en el actual
escenario muchos de los que acceden a la tarima quieren hacerse notar, llamar
la atención, y por eso no dudan en soltar auténticas enormidades, ocurrencias
disparatadas y un atrevimiento que no procede más que de la ignorancia.
Todo ese ajetreo diario que se traen los que viven
subidos en el barco (con intención de no abandonarlo jamás), se contagia a la
vida cotidiana del ciudadano; y por ello, lo que en una reunión de amiguetes empieza
con un comentario jocoso rebatido entre risas, puede terminar en palabras
gruesas, aspavientos y gesticulación exagerada. Y si se continúa la escalada,
las discusiones se tornan en duro intercambio de monólogos, puesto que los que
discuten no escuchan las razones del otro, no se produce una exposición de argumentos,
refutaciones, réplicas…, sino que la mayoría de las veces es una competición para
ver quién habla más alto. De este modo, va subiendo el encono hasta que
desemboca en una auténtica riña que, en el peor de los casos, llega a las manos
(fue noticia no hace mucho un banquete de boda que acabó a tiros tras
enzarzarse dos invitados en disputa política, la cual se convirtió en auténtica
y multitudinaria pelea callejera). En consecuencia, la relación entre
familiares, entre amigos o compañeros se
avinagra, se rompe y fácilmente se convierte en antipatía y rechazo, hasta
llegar al rencor y la enemistad abierta.
Algo así debía ser el clima que reinaba en España
durante la II República; quienes lo vivieron cuentan que amigos íntimos,
hermanos, padres e hijos se llamaban de todo, se manifestaban su odio, se
amenazaban, se denunciaban y, finalmente, se mataban, ya fuera en Brunete o en
‘el paseo’. Afortunadamente parece impensable que, ochenta años después del
inicio de la Guerra Civil, ese encono, esa inquina procedente de la clase
política conduzca al enfrentamiento armado en la calle. Y es que, a pesar del
apasionamiento y la vehemencia ideológica que muestra el habitante de la
península desde hace milenios y que fácilmente deriva en posturas irreconciliables,
las cosas han cambiado mucho, y la gente ya no está dispuesta (como en los años
30 del siglo pasado) a perder tanto como perdió en los años siguientes a 1936.
No es de extrañar que en muchas reuniones familiares
y de amigotes se haya prohibido expresamente hablar de política, pues no cabe
duda de que un exceso de la misma (como todos los excesos) resulta siempre
nocivo, venenoso, peligroso.
CARLOS DEL RIEGO
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