El consulado español en Manila fue arrasado y asesinados todos sus ocupantes a manos de los japoneses; esta niña fue la única superviviente. |
Memoria histórica es un concepto equívoco e
impreciso que sólo se refiere a una pequeña parte de la Historia de España,
país que, por el contrario, tiene una historia larguísima, riquísima y con un
sinfín de episodios de todo tipo. Uno de los menos conocidos es el que tuvo
lugar en Manila en 1945, en los instantes finales de la II Guerra Mundial,
cuando el ejército japonés sabía que su derrota era inminente; rabiosos,
soldados y oficiales se volvieron contra la población civil, entre la que había
españoles que se habían integrado en la sociedad filipina y llevaban allí
varias generaciones.
No, esa desmemoriada memoria histórica no tiene
recuerdos de aquellos españoles que fueron masacrados por los japoneses en
Filipinas en 1945. Ocurrió en Manila en apenas un mes. El avance estadounidense
era evidentemente imparable, de modo que los japoneses (tras tres años de
ocupación) ya estaban convencidos de su próxima derrota. Así, con la seguridad
de que el futuro era la muerte, la rendición o la huida, y afectados por la
arrogancia convertida en insoportable frustración, los nipones comenzaron una
política de exterminio que se saldó con el asesinato de alrededor de 60-70.000
civiles (el total de muertos en la batalla ascendió a 100.000). En su violenta retirada
quemaron y destruyeron, asesinaron, torturaron, violaron, mutilaron… a
filipinos, alemanes, chinos, suizos…, y españoles.
Cuenta el periodista Richard Harris (existen también
testimonios escritos de varios supervivientes y diversos estudios
historiográficos) que a principios del año final de la guerra, alrededor de 300
españoles fueron asesinados con una ferocidad inaudita; hombres mujeres y
niños, curas y monjas cayeron bajo las espadas y pistolas de los enloquecidos
soldados de Japón; unos decapitados, como el cura que protestaba por la matanza
de civiles filipinos y allí mismo, sin mediar más explicación, un coronel le
rebanó el cuello con su sable; otros acribillados por las bayonetas cuando
atendían a heridos y moribundos. Igualmente es conocido el caso de algunos de
aquellos ‘últimos de Filipinas’ que se habían escondido en un refugio
antiaéreo; los militares japoneses los encerraron, vertieron bidones de
gasolina y lanzaron bombas de mano… Tampoco se privaron de irrumpir en
consulados y embajadas llevándose todo y a todos por delante.
Ciertamente ese comportamiento de las tropas del
Ejército Imperial no fue una excepción, al revés, fue una confirmación de los
modos que había empleado en toda Asia durante su expansión y retirada. Así es,
las atrocidades japonesas no tuvieron freno, quedando para los anales de la
infamia abundantes y vergonzantes sucesos que incluyen el asesinato sistemático
y la destrucción de edificios e incluso ciudades; baste recordar la toma de Shangai
en 1937, el asqueroso Escuadrón 731 de Manchuria, las indescriptibles
salvajadas perpetradas en Corea o, a finales de ese año, la monstruosa actuación
del Ejército Japonés en Nankín (que ha pasado a la historia con el nombre de la
Masacre o la Violación de Nankín)…
Todo eso se supo tanto por los testimonios de los
supervivientes como por los periodistas que estaban allí, pero incluso los
propios japoneses elaboraron un informe en 1948 después de asimilar la derrota
y comprender que tarde o temprano todo iba a saberse; ese informe detallaba
todas las barbaridades cometidas por sus soldados desde Mongolia hasta Nueva
Guinea.
Aquel sangriento episodio conocido como la Batalla
de Manila es Historia Universal, y en el mismo dejaron su vida varios cientos
de españoles que también forman parte de la Historia de España. Todo lo que
España había construido en varios siglos en Manila (fábricas, sedes sociales, centros
de beneficencia, colegios…) fue borrado del mapa por unos militares encolerizados,
rabiosos por encontrar algo o alguien sobre quien descargar su ira, alguien a
quien culpar de su derrota. El suceso y los compatriotas que dejaron allí sus
huesos también merecen el recuerdo.
CARLOS DEL RIEGO
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