No es el planeta el que corre peligro, sino los modos de vida y organización de su población. |
Aunque los acuerdos y la obligación de cumplirlos
terminen por ser decepcionantes (los antecedentes no pueden ser peores), tanta
presencia política muestra, al menos, que existe la preocupación. Y es que a
día de hoy no hay científico que se atreva a cuestionar la influencia humana no
sólo en la alteración del clima, sino en cuestiones tan importantes como la
deforestación brutal y la desaparición de especies por la presión del hombre
(en mar y en tierra), los infinitos vertidos a los océanos, las montañas de
basura (incluyendo la de origen tecnológico), gases, humos…, y así
sucesivamente.
Sí, el planeta nota la actividad cotidiana de las
personas. Sin embargo, la cosa tiene varias (o muchas) caras. Así, en esta
reunión de gerifaltes, tan bienintencionada como poco prometedora, se han
aireado ruidosamente proclamas del tipo de “estamos matando el planeta”, o “nos
estamos jugando el destino de la tierra”, conceptos ciertamente equivocados,
puesto que todo eso tan perjudicial para los mamíferos bípedos es pecata minuta
para esta esfera achatada por los polos. Conviene recordar que el globo
terráqueo ha pasado por episodios infinitamente más catastróficos que el
presente, y ha sabido siempre repararse y volver al esplendor, puesto que tiene
el factor tiempo de su parte. Por ejemplo, reciente está el episodio conocido
como ‘el año sin verano’; en 1815 el monstruoso volcán indonesio Tambora entró
en violenta erupción (que duró meses), echando a la atmósfera miles de millones
de toneladas de cenizas, gases y otros elementos, en una columna que ascendió
casi cincuenta kilómetros y que se expandió sobre todo por el hemisferio norte;
causó un descenso notable de las temperaturas, toda la atmósfera se saturó de
gases y el sol quedó oscurecido durante meses; se arruinaron cosechas en todo
el mundo en 1816, en Usa el ‘año sin verano’ hubo nevadas y heladas, así como
fríos y precipitaciones extremas en muchos lugares de Europa, Asia y América,
las islas cercanas al volcán quedaron sepultadas por varios metros de azufre …;
se produjeron epidemias, hambres y mortandades, alteraciones y anomalías
climáticas, ausencia del Monzón, inundaciones catastróficas…; todo el planeta se
vio afectado, pero en pocos años se recuperó. Esto ocurrió hace un rato en
términos geológicos, pero en épocas muy remotas de la larga historia de la
Tierra (4.500 millones de años) han ocurrido otras muchas catástrofes a escala
global, como la denominada ‘gran extinción del Pérmico’ (también llamada ‘La
gran mortandad’), que acabó con el 95% de las especies; o la más célebre del
final del Jurásico, la que llevó a los dinosaurios a la extinción.
Sí, este pequeño planeta acuoso ha sufrido un sinfín
de cataclismos inimaginables que han afectado de modo determinante sobre todo
ser viviente, pero a la larga, con la ayuda del tiempo, siempre se regenera,
siempre vuelve a progresar y desarrollarse. Eso de que “o cambiamos o
terminaremos por destruir el planeta” es no sólo una exageración, sino una
muestra de la arrogancia del hombre, que ve todo lo que le rodea en función de
su propia escala. Sea como sea, serán los individuos los afectados, no el globo,
y por tanto, las proclamas apocalípticas deberían limitarse a señalar los peligros
que amenazan al personal; es decir, el planeta no está en peligro, sino que son
las personas y su tecnología, sus modos de vida y organización los que se verán
seriamente perjudicados por las alternaciones artificiales del clima. La Tierra
tiene mucho, muchísimo tiempo para repara todos los rasguños y contusiones que
le ocasione el hombre.
Otra cara del asunto es el hecho de que la gran
mayoría de los que protestan en la calles, en las manifestaciones o en las
recogidas de firmas, apenas hacen por la causa nada más que eso. Hay mucha hipocresía
entre la gente, ya sean personajes famosos que proclaman su preocupación o ciudadanos
de a pie que exigen soluciones a los políticos: ninguno renuncia a utilizar
combustibles contaminantes y nadie quiere bajar la calefacción, todos desean un
teléfono nuevo cada seis meses, ordenador, tableta, tele de alta definición… No
se puede olvidar que mantener la actividad actual y fabricar bienes de consumo
exige muchos recursos, y que desechar lo viejo produce toneladas y toneladas
diarias de deshechos, y que llegará un día en que no habrá donde esconder tanta
basura… Es curioso que sin renunciar a toda comodidad por contaminante que sea,
el ciudadano reclame soluciones a dirigentes y empresarios y se manifieste
vociferante ante congresos y conferencias como esta de París.
Por otro lado, los mayores contaminantes, China y
Estados Unidos, apenas van a modificar sus leyes por un asunto como el del
clima; aquellos (a pesar de la asfixiante polución atmosférica de sus grandes
ciudades) porque necesitan combustible y materia prima para mantener su
crecimiento, y los otros porque su congreso ni siquiera admite como cierto eso
del cambio climático. De este modo, si los que más manchan no aceptan manchar
menos…, mal asunto. Asimismo no parece que los países emergentes (India,
sudeste asiático, los emiratos) vayan a poner en peligro su actual progreso, ni
que los más pobres vayan perder un segundo en cosas como el reciclado o el
tratamiento de basuras cuando apenas tienen comida y agua. En cualquier caso,
el problema es el difícil equilibrio entre la contención del consumo y la
economía.
También en esta congregación de jefes se ha hablado
del coste que supondría el cambio de hábitos: nada menos que cien mil millones
de dólares al año, dato ante el que se impone la pregunta, ¿y quién va a pagar
todo eso? En fin, este asunto del clima y la contaminación afecta a cada
individuo, de manera que hasta que se legisle a escala planetaria, hasta que
los presidentes y mandatarios se comprometan y cumplan lo estipulado, hasta que
todo el personal lo vea como un problema propio y cercano, agua, tierra y aire
seguirán deteriorándose, con los consiguientes trastornos para la población…,
aunque para el planeta toda esa degradación sea poco más que un sarpullido leve
y pasajero.
CARLOS DEL RIEGO
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