En los Juegos Olímpicos de Berlín 1936 todo el estadio respondió al unísono a las consignas dictadas por el régimen |
Es, sin duda, una verdad contundente, puesto que las
ideologías y convicciones políticas inducen inevitablemente a la división, a la
discusión encendida, al desprecio del que piensa distinto, a los gritos e
insultos… y así se puede llegar a las
manos. En banquetes y reuniones familiares, en centros de trabajo, en la barra
del bar o en casa, el asunto político es, obstinada e invariablemente, fuente
de enfrentamientos acalorados. Se presente donde se presente, la discrepancia
ideológica no produce debates inteligentes y serenos, ni diálogos en los que
los argumentos esgrimidos se imponen a la pasión inamovible; es decir, estas
conversaciones vez pasan de sucesión de monólogos, de modo que lo que dice uno
no cala en el pensamiento del otro por más documentados y reconocidos que sean
sus razonamientos.
Por todo ello, bien puede afirmarse que la combinación
de política y deporte sólo ofrece frutos envenenados. Esto viene a cuento de la
miope postura adoptada por importantes equipos de fútbol de Cataluña, que se
han echado incondicionalmente en brazos de una opción política (sin entrar en
asuntos de la legitimidad de ésta), con lo que envían el mensaje de los
concordantes son hinchas de primera y los discordantes de segunda.
Aprovechar el deporte con fines políticos es un
fenómeno que se ‘inventó’ en el siglo pasado. Aunque algunas designaciones de
sedes olímpicas anteriores obedecieron a intereses internacionales, no es
descabellado señalar a los líderes nazis encabezados por Joseph Goebels
(Ministro de Propaganda) como los que, en los Juegos Olímpicos de Berlín 1936,
antes cayeron en la cuenta de que el deporte puede ser un arma poderosa, la
cual se puede utilizar con objetivos propagandísticos. De este modo,
organizando el evento deportivo más importante, los jerarcas
nacionalsocialistas pretendían decir al mundo que no eran tan malos, y para
ello no dudaron en suavizar sus leyes antisemitas, racistas y totalitarias;
asimismo, insistieron machaconamente en que vencer en la cancha era un acto de
patriotismo, con lo que convirtieron los deportes en armamento para el
adoctrinamiento. Es oportuno traer a colación el caso del saltador alemán Lutz
Long: fue derrotado por el estadounidense Jesse Owens (negro); además le dio
consejos técnicos y trabó con él una sincera amistad en la pista, razones más
que suficientes para que el pobre Long fuera enviado al frente a pesar de que
los deportistas jamás recibían esos destinos; herido en combate, murió con apenas
30 años.
Los países de la órbita de la Unión Soviética
entendieron el mensaje, y por ello llevaron a cabo un planificado sistema de
dopaje generalizado que afectó a numerosas especialidades, desde el atletismo a
la natación, desde la halterofilia a la gimnasia. No será preciso recordar los
abundantes casos descubiertos, las confesiones de dirigentes y entrenadores o
la cantidad de récords mundiales que, conseguidos en aquellos años, se
mantienen vigentes. Todo tipo de trampas, engaños y falsificaciones se dieron
por buenas y necesarias en beneficio de la patria, del partido, del socialismo.
Relevante e ilustrativo es el acoso y desprestigio que hubo de sufrir el
prodigioso (deportiva y humanamente hablando) Emil Zatopek cuando se enfrentó
al régimen checoslovaco en Primavera de Praga de 1968.
También conviene recordar cómo el gobierno argentino
utilizó su Mundial de Fútbol para intensificar los sentimientos patrióticos de
la población, procurando que este patriotismo albiceleste (colores de la
camiseta argentina) impregnara hasta tal punto al personal que no le resultara
difícil entender que las atrocidades cometidas por el poder eran
imprescindibles para la patria. De paso se conseguía que la gente no hablara de
otra cosa y olvidara las desapariciones, encarcelamientos, secuestros,
torturas… Abundando en el fútbol, es habitual identificar equipos con
tendencias políticas, lo cual redunda en toda clase de violencias y odios
eternos que en casos extremos…
No debe olvidarse tampoco el boicot de USA y parte
de sus aliados a los Juegos de Moscú 1980, el cual fue respondido en Atlanta 84
por la URSS y sus satélites; el pretexto del que se sirvieron los jerifaltes de
uno y otro país fue prácticamente idéntico y obedecía, evidentemente, a
objetivos políticos. Hay más casos. Sudáfrica estuvo mucho tiempo apartada del
movimiento olímpico y del deporte internacional a causa de su política racista
(ostracismo que sí tenía un por qué); por eso, cuando Nueva Zelanda se saltó
ese ‘convenio’, la mayoría de países africanos boicoteó los Juegos de Montreal
76 al ser admitidos los australes. Las presiones hacia el olimpismo con
intenciones políticas son, como puede deducirse, continuos; incluso España
formó parte de los que renunciaron a los Juegos de Melburne 1956 en protesta por
la entrada de los tanques en Hungría (por cierto, la ausencia española privó al
fantástico gimnasta Joaquín Blume de más de una medalla).
Así las cosas, parece difícil encontrar algún caso
en que la mezcla política-deporte haya desembocado en beneficio, y sin embargo
existe uno, al menos uno: el deporte hizo un buen servicio a la política cuando
Nelson Mandela consiguió que toda Sudáfrica (bueno, no toda, gran parte) se
uniera en torno a su equipo de rugbi. Pero se trata de un caso excepcional,
único, y además, tampoco puede asegurarse rotundamente que los resultados del
cóctel hayan mantenido la euforia inicial una vez que se pasaron los primeros y
optimistas efectos.
Las pruebas son abrumadoras y demuestran de modo
inequívoco que cuando la política entra en la cancha la riña está asegurada.
CARLOS DEL RIEGO
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