Los animales ni saben ni desean, sólo obedecen a su instinto sin posibilidad de elección, por eso nadie puede decir lo que los bichos quieren |
A raíz del estreno de un programa de televisión en
el que se mostraban animales amaestrados para realizar diversas habilidades,
mucha gente expresó su rechazo contra el adiestramiento de las bestezuelas al equiparar
entrenamiento con maltrato; entre estos fundamentalistas fanatizoides hay
incluso prestigiosos naturalistas y expertos animalísticos. De este modo, uno
de ellos afirma que no es necesario recurrir a la fuerza y a la violencia, sino
que basta con quebrar su voluntad para que exista tortura; otro (Joaquín
Araujo) va más lejos y asegura que “los animales no quieren dejar de ser lo que
son”, y añade que “sacarlos de su hábitat y obligarle a hacer cosas que no
quiere es abuso”.
El primero de los estudiosos se llama Herreros y es
antropólogo y naturalista (así se presenta en la prensa). Su tesis es que
adiestrar a un caballo o a un oso es quebrar su voluntad, es decir, este buen
señor da por sentado que él conoce cuál es la voluntad de los animales, y ello
a pesar de que los animales no se rigen por voluntad, por deseo, sino que
simplemente actúan por instinto, no pueden hacer otra cosa, no escogen, no
sopesan posibilidades, no deciden: el instinto les obliga, el instinto decide
su impulso en cada momento. Por esto, porque en realidad carecen de voluntad,
resulta difícil quebrar su voluntad, como dice el tal Herreros. Además, este
personaje (que, seguro, tiene un gran concepto de sí mismo) cae en la falacia
totalitaria de dar a las palabras el sentido que le conviene; así, señala como
tortura el entrenamiento, cuando en realidad sólo se puede hablar de tortura
cuando el torturado está en situación de indefensión absoluta (por ejemplo,
atado e inmovilizado) y el torturador está en posición de seguridad absoluta; sin
embargo, cuando se obliga a un león a saltar de una banqueta a otra (por
ejemplo), no se da ninguna de esas dos exigencias. En pocas palabras, Herreros
está absoluta, consciente y voluntariamente equivocado, pues su creencia
animalista, su bienintencionada pasión por los irracionales, le nubla el buen
juicio hasta el punto de atribuirles características exclusivamente humanas.
Por su parte, Araujo (más conocido) va más allá y
sostiene que los animales “quieren o no quieren”, es decir, este señor ha
debido hablar con los animales (con todos) y éstos le han dicho lo que quieren
y lo que no. Volviendo al razonamiento anterior, hay que insistir en que los
animales ni quieren ni desean, sino que hacen lo que hacen porque no pueden
hacer otra cosa: el instinto y las hormonas le señalan lo que tiene que hacer
sin que tengan la más mínima posibilidad de elección o albedrío. Pero pasando
por encima de esta línea argumental y entrando en los razonamientos del
animalista, cabe preguntarse ¿cómo sabe Araujo si el oso prefiere repetir el
mismo gesto diez veces a cambio de diez bocadillos antes que perseguir a diez
conejos para comerse sólo uno? Y aún se puede ir más allá en el absurdo: ¿cómo
puede el naturalista en cuestión estar seguro de que los animales silvestres no
envidian a los domésticos?; piénsese que cuando vagan en plena naturaleza han
de estar todo el día buscando comida, a merced de los elementos, las heridas,
las enfermedades, los depredadores, mientras que junto al hombre sólo tienen
que aprender cuatro trucos para conseguir comida, pasándose el resto del tiempo
cómodamente, a salvo de inclemencias y peligros…
No puede extrañar que en Argentina un juez
sentenciara que un simio, uno en concreto, “es una persona no humana”; además
del evidente disparate, el dudoso magistrado se arroga la potestad de decidir
el significado de las palabras, inventándose terminología ex profeso para
justificar todo tipo de esperpento que se le ocurra.
De todos modos, resulta enormemente difícil hacer
entender a un ‘animalista’ la imposibilidad de otorgar derechos a los animales,
ya que no aceptan que cada derecho conlleva una obligación, un deber, y no se
puede exigir a un animal que cumpla las mismas obligaciones que cumplen (aunque
sea en teoría) los que tienen derechos y obligaciones, o sea, las personas.
Estas razones le resultan tan arduas a algunos racionales como a los
irracionales entender la diferencia entre el cubismo y el impresionismo; lo
explicaban en una película en la que uno enseñaba a otro a cazar bisontes: “te
acercas colocándote detrás del caballo, decía el experto; pero te verá las
piernas, respondía el aprendiz; qué más da, concluía el primero, un bisonte no
sabe cuántas patas tiene un caballo”.
Lo que es inadmisible es que el adiestramiento se
lleve a cabo con violencia o auténticos malos tratos, esto es otra cosa, ya que
aunque los bichos no puedan tener derechos, sí que han de estar protegidos por
la obligación que tienen los humanos de tratarlos con benevolencia, con
humanidad.
CARLOS DEL RIEGO
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