jueves, 20 de enero de 2022

CIEN AÑOS DE LA MATANZA RACISTA DE TULSA, EE UU

 


Visión de una parte del barrio negro de Greenwood, Tulsa, después del paso de las bestias racistas.

Era la mañana del 30 de mayo de 1921. Un limpiabotas negro de19 años, Dick Rowland, montó en el ascensor del edificio Drexel de Tulsa, Oklahoma, cuya ascensorista era Sarah Page, blanca, de 17 años. Es posible que se conocieran, al menos de vista, pues ambos trabajaban en aquel edificio. No está claro lo que pasó, pero ella dio un grito, un blanco lo oyó y se imaginó que un negro intentaba violar a una blanca. Esa suposición dio lugar a unos disturbios raciales que produjeron cientos de muertos y miles de afectados

Es probable que Dick tropezara e instintivamente intentara agarrarse al brazo de Sarah, la cual, sorprendida, gritó; y es muy improbable que un negro se atreviera a agredir a una blanca en un estado del sur en una época en la que no era necesario motivo para linchar a un afro. Y es que hace un siglo EE UU era un país eminentemente racista, con legislación racista, con grupos legales racistas y con las comunidades negras siempre en riesgo de agresión, sobre todo en estados sureños como Oklahoma.

Lo más seguro es que la cosa fuera creciendo como bola de nieve por una ladera. El ‘testigo’ diría que le pareció que el chico intentó agredir a la chica, el siguiente contaría que hubo agresión, el siguiente que intentó violarla, el siguiente que la violó, el siguiente que la chica estaba grave en el hospital y, finalmente, alguien afirmaría que la joven había muerto. Hace un siglo, igual que hoy aunque de modo distinto, los bulos y rumores crecían hasta no tener nada que ver con la realidad. Entonces todo se precipitó.

Al día siguiente la policía detuvo a Rowland y se inició la investigación. El periódico Tulsa Tribune difundió los rumores como si fueran noticia, con lo que echó más leña al fuego. A lo largo del día fueron concentrándose a las puertas del juzgado donde estaba el acusado grupos de blancos y negros; éstos  seguros de que Rowland sería linchado, y los blancos exigiendo que les entregaran al negro. Las masas vociferantes terminaron por pelearse, sonaron disparos y resultaron muertos diez blancos y dos negros. Finalmente, superados en número, los afroamericanos se fueron a sus casas, en el barrio Greenwood.

En las primeras horas del 1 de junio de 1921 masas furiosas de blancos asaltaron ese barrio. Desalojaron a todo el mundo, hombres, mujeres, niños, ancianos, enfermos… Más de seis mil afroamericanos (más de diez mil, según otras fuentes) fueron detenidos y agrupados en diversos recintos y centros de detención durante más de una semana, de manera que el barrio quedó en manos de la turba blanca, que robó y saqueó,  destruyó e incendió durante horas sin que las autoridades lo impidieran. Así las cosas, el gobernador declaró la ley marcial y envió a la Guardia Nacional, que detuvo la violencia. 

El balance de los daños señaló que unos 35 bloques de viviendas y locales fueron totalmente arrasados, saqueados y carbonizados, alrededor de mil personas fueron atendidas en los hospitales y el número de muertos se ha situado en torno a los trescientos (circulan aún rumores de la existencia de fosas comunes, pero nunca ha habido pruebas o indicios de tal cosa). Concretamente fueron 1256 los edificios destruidos, viviendas, negocios, iglesias, escuelas, una biblioteca y un hospital; todo fue reducido a escombros después de que los racistas se llevaran todo lo que de valor encontraron.

Sin duda, los negros que se habían concentrado a las puertas de juzgado donde estaba Dick Rowland tenían motivos para pensar que sería linchado, pues los antecedentes señalaban que las autoridades, tan racistas y supremacistas como la mayoría de la comunidad blanca, se ponían siempre de parte de los blancos. Baste decir que ni los responsables políticos municipales ni los del condado hicieron nada para detener el disturbio. Al contrario, la policía local contrató a cientos de civiles, todos blancos, a los que convirtió instantáneamente en ‘agentes’, los cuales se comportaron como lo que eran, unos racistas violentos que no sólo no intentaron detener la violencia, sino que tomaron parte activa en los apaleamientos, los asesinatos y la destrucción; la policía proporcionó armas de fuego y munición a los más exaltados, vociferantes y violentos. Incluso la Guardia Nacional tomó parte en los arrestos y detención de cientos de residentes del barrio Greenwood.

Ningún poder, ya fuera municipal, del condado, estatal o federal movió un dedo para detener toda esa destrucción y violencia racista, ninguno intentó imponer el orden. Es más, ninguno de los actos fue denunciado y ninguno de los agresores que tomaron parte directa en la barbarie fue acusado, detenido o procesado a pesar de que todos proclamaban orgullosos su participación en los estragos y linchamientos. Y aunque los gobiernos municipales y del condado financiaron las acciones de la Cruz Roja, única institución que se puso del lado de las víctimas durante y después de la violencia, ninguno de ellos puso un centavo para la reconstrucción del distrito negro de Greenwood, al revés, en principio boicotearon todo intento de reconstrucción.

Fueron dos días de violencia extrema, bestial, racista, en la que tomaron parte ciudadanos, agentes de la autoridad, policías…, fue la matanza de Tulsa. La sociedad estadounidense de hace un siglo era sumamente racista, un sentimiento propio de la mentalidad protestante que aun hoy sigue presente.

Posteriormente, los cargos contra el presunto agresor, Dick Rowland, fueron desestimados y las acusaciones señaladas como ‘muy sospechosas’.

CARLOS DEL RIEGO

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