Visión de una parte del barrio negro de Greenwood, Tulsa, después del paso de las bestias racistas.
Era la mañana del 30 de mayo de 1921. Un
limpiabotas negro de19 años, Dick Rowland, montó en el ascensor del edificio
Drexel de Tulsa, Oklahoma, cuya ascensorista era Sarah Page, blanca, de 17
años. Es posible que se conocieran, al menos de vista, pues ambos trabajaban en
aquel edificio. No está claro lo que pasó, pero ella dio un grito, un blanco lo
oyó y se imaginó que un negro intentaba violar a una blanca. Esa suposición dio
lugar a unos disturbios raciales que produjeron cientos de muertos y miles de
afectados
Es probable que Dick tropezara e
instintivamente intentara agarrarse al brazo de Sarah, la cual, sorprendida,
gritó; y es muy improbable que un negro se atreviera a agredir a una blanca en
un estado del sur en una época en la que no era necesario motivo para linchar a
un afro. Y es que hace un siglo EE UU era un país eminentemente racista, con
legislación racista, con grupos legales racistas y con las comunidades negras siempre
en riesgo de agresión, sobre todo en estados sureños como Oklahoma.
Lo más seguro es que la cosa fuera
creciendo como bola de nieve por una ladera. El ‘testigo’ diría que le pareció
que el chico intentó agredir a la chica, el siguiente contaría que hubo
agresión, el siguiente que intentó violarla, el siguiente que la violó, el
siguiente que la chica estaba grave en el hospital y, finalmente, alguien afirmaría
que la joven había muerto. Hace un siglo, igual que hoy aunque de modo
distinto, los bulos y rumores crecían hasta no tener nada que ver con la
realidad. Entonces todo se precipitó.
Al día siguiente la policía detuvo a
Rowland y se inició la investigación. El periódico Tulsa Tribune difundió los
rumores como si fueran noticia, con lo que echó más leña al fuego. A lo largo
del día fueron concentrándose a las puertas del juzgado donde estaba el acusado
grupos de blancos y negros; éstos
seguros de que Rowland sería linchado, y los blancos exigiendo que les
entregaran al negro. Las masas vociferantes terminaron por pelearse, sonaron
disparos y resultaron muertos diez blancos y dos negros. Finalmente, superados
en número, los afroamericanos se fueron a sus casas, en el barrio Greenwood.
En las primeras horas del 1 de junio de
1921 masas furiosas de blancos asaltaron ese barrio. Desalojaron a todo el
mundo, hombres, mujeres, niños, ancianos, enfermos… Más de seis mil afroamericanos
(más de diez mil, según otras fuentes) fueron detenidos y agrupados en diversos
recintos y centros de detención durante más de una semana, de manera que el
barrio quedó en manos de la turba blanca, que robó y saqueó, destruyó e incendió durante horas sin que las
autoridades lo impidieran. Así las cosas, el gobernador declaró la ley marcial
y envió a la Guardia Nacional, que detuvo la violencia.
El balance de los daños señaló que unos
35 bloques de viviendas y locales fueron totalmente arrasados, saqueados y carbonizados,
alrededor de mil personas fueron atendidas en los hospitales y el número de
muertos se ha situado en torno a los trescientos (circulan aún rumores de la
existencia de fosas comunes, pero nunca ha habido pruebas o indicios de tal
cosa). Concretamente fueron 1256 los edificios destruidos, viviendas, negocios,
iglesias, escuelas, una biblioteca y un hospital; todo fue reducido a escombros
después de que los racistas se llevaran todo lo que de valor encontraron.
Sin duda, los negros que se habían concentrado
a las puertas de juzgado donde estaba Dick Rowland tenían motivos para pensar
que sería linchado, pues los antecedentes señalaban que las autoridades, tan
racistas y supremacistas como la mayoría de la comunidad blanca, se ponían
siempre de parte de los blancos. Baste decir que ni los responsables políticos
municipales ni los del condado hicieron nada para detener el disturbio. Al
contrario, la policía local contrató a cientos de civiles, todos blancos, a los
que convirtió instantáneamente en ‘agentes’, los cuales se comportaron como lo
que eran, unos racistas violentos que no sólo no intentaron detener la
violencia, sino que tomaron parte activa en los apaleamientos, los asesinatos y
la destrucción; la policía proporcionó armas de fuego y munición a los más
exaltados, vociferantes y violentos. Incluso la Guardia Nacional tomó parte en
los arrestos y detención de cientos de residentes del barrio Greenwood.
Ningún poder, ya fuera municipal, del
condado, estatal o federal movió un dedo para detener toda esa destrucción y
violencia racista, ninguno intentó imponer el orden. Es más, ninguno de los
actos fue denunciado y ninguno de los agresores que tomaron parte directa en la
barbarie fue acusado, detenido o procesado a pesar de que todos proclamaban
orgullosos su participación en los estragos y linchamientos. Y aunque los
gobiernos municipales y del condado financiaron las acciones de la Cruz Roja,
única institución que se puso del lado de las víctimas durante y después de la
violencia, ninguno de ellos puso un centavo para la reconstrucción del distrito
negro de Greenwood, al revés, en principio boicotearon todo intento de
reconstrucción.
Fueron dos días de violencia extrema,
bestial, racista, en la que tomaron parte ciudadanos, agentes de la autoridad,
policías…, fue la matanza de Tulsa. La sociedad estadounidense de hace un siglo
era sumamente racista, un sentimiento propio de la mentalidad protestante que
aun hoy sigue presente.
Posteriormente, los cargos contra el
presunto agresor, Dick Rowland, fueron desestimados y las acusaciones señaladas
como ‘muy sospechosas’.
CARLOS DEL RIEGO
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