Los buques insignia de las flotas hispana y holandesa se enfrentaron y cañonearon hasta el hundimiento del holandés
Durante varios siglos
los descubrimientos de España fueron envidiados por media Europa, sobre todo
por ingleses, holandeses y franceses, que no dudaron en recurrir a la piratería
para robar, asaltar, quemar y destruir barcos y plazas españolas de ultramar.
Por ello, son abundantísimos los episodios en los que naves, ciudades y
asentamientos hispánicos sufrieron los ataques perpetrados por buques de
aquellos países. Como la batalla naval de los Abrojos en 1631 contra una
escuadra holandesa
Aprovechando que la
Guerra de los 30 Años (1618-1648) asolaba Europa, naves holandesas se sintieron
fuertes para atacar plazas españolas y portuguesas en América. Desde 1630 los
neerlandeses llevaron a cabo acciones depredadoras y piráticas en la región de
Pernambuco (la más al este de Sudamérica), por lo que desde la metrópoli se
organizó una flota para que combatiera a esos piratas, y para reforzar las
defensas hispano-lusas de la zona, al mando del almirante Antonio de Oquendo. Este
donostiarra valiente y decidido que a lo largo de su vida tomó parte directa en
más de cien combates y batallas, demostrando siempre arrojo, serenidad y
conocimiento; además, según cuentan los especialistas, sabía imponer una
disciplina férrea a sus hombres, siendo este uno de los factores determinantes de
sus victorias.
En Lisboa aparejaron
barcos de todo tipo para conformar una flota con la que combatir a los
holandeses en América; reunieron no menos de cuarenta naves, aunque sólo 16
eran barcos de guerra; ninguno superaba las 700 toneladas y sus cañones eran de
poco calibre. Tardaron un par de meses en cruzar el Atlántico y tocar tierra en
Brasil, donde desembarcaron soldados de infantería e impedimenta. Enteradas la
autoridades enemigas, pusieron al mando del capitán Hans Pater una flota de más
de treinta navíos de guerra, casi todos de más de mil toneladas y con cañones
de grueso calibre; en un acto de engreimiento y fanfarronería, Pater dejó la
mitad de sus barcos en puerto y salió con 16, convencido de que eran más que
suficientes para derrotar a la escuadra de Oquendo. Éste, por su parte, tampoco
quiso que fueran a la batalla barcos que no eran de guerra, de modo que al ver
que la flota enemiga se presentaba a la batalla con otros 16 buques, dijo “bah,
son poca ropa”.
A unas 250 millas de los
Abrojos (término derivado del portugués ‘abre olhos’, abre ojos, el cual explica
que navegar por zona tan peligrosa exigía tener los ojos muy abiertos), en
septiembre de 1631 se avistaron las dos escuadras. Cuentan los historiadores (y
también el propio Oquendo) que la nave de Pater intentó embestir al Santiago,
el buque insignia capitaneado por el marino vasco; sin embargo, éste se dio
cuenta de la intención de su enemigo y maniobró de tal modo que se colocó a su
lado y a barlovento, es decir, en el costado por donde venía el viento, con lo
que todo el humo de cañones, arcabuces y fuegos varios iba directo al barco
holandés. Mientras, otros buques hispano-lusos se cañoneaban con los
holandeses.
Las batallas navales
eran muy distintas a como las imagina y las presenta el cine. El mar estaba muy
grueso aquel día, con potentes corrientes, vientos muy fuertes y olas enormes,
situación que, seguro, era la habitual. Es decir, que un proyectil de cañón
hiciera blanco era algo muy difícil, pues los barcos no dejaban de cabecear, de
subir y bajar, por lo que gran parte de los cañonazos iban directos al agua.
Sin embargo, cada vez que el navío recibía un impacto los daños solían ser
graves, ya que inutilizaba velas, mástiles o timón y provocaba fuegos y vías de
agua. A todo esto, el ruido de la artillería y la fusilería, el humo y el olor
a pólvora, los alaridos de los heridos y los gritos de los mandos, boquetes en
el casco y vías de agua inundándolo todo, crujidos de los mástiles al romperse,
el sonido de los garfios y el abordaje… Nada que ver con las películas de
piratas y combates navales.
El caso es que,
finalmente, un proyectil del Santiago impactó en el barco de Pater (el Prins
Willem), donde se declaró un gran incendio; desde el Santiago los arcabuceros
españoles tiraban contra los marineros holandeses que trataban de apagar el
fuego, de modo que el incendio se propagó y marineros, oficiales y capitán
tuvieron que abandonarlo y saltar al mar unos segundo antes de que el Prins
Willem estallara. El almirante holandés y gran parte de su tripulación murieron
ahogados. Pero el Santiago, que debía estar muy dañado y sin capacidad de
maniobra, permanecía enganchado al buque insignia enemigo; por suerte, muy poco
antes de la explosión de la santabárbara del Prins Willem, otro barco español, el
Concepción, consiguió separarlo del barco enemigo en llamas. ¡Cómo quedaría el
Santiago del almirante Oquendo tras la batalla para que tuviera que ser
empujado por otro navío para salir del atolladero!
Vista la situación,
las demás naves neerlandesas pusieron pies en polvorosa, y sólo desde muy lejos
lanzaron andanadas contra las españolas sin que estas corrieran el mínimo
peligro. Pudieron reanudar los combates más tarde e incluso al día siguiente,
pero el sustituto de Pater, Thys, prefirió huir. Según las fuentes, los muertos
y heridos, prisioneros y desaparecidos (o sea, ahogados) fue de unos 580 en el
bando hispano-luso y unos 2000 en el holandés (incluyendo su almirante), que
perdió sus tres naves principales.
¡Cuántos episodios
parecidos, cuántas batallas campales y navales, escaramuzas, asedios y combates
de toda clase protagonizaron durante más de tres siglos aquellos arrojados
hispanos!
CARLOS DEL RIEGO
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