Territorio del Reino de León tras la victoria de Ramiro II en la batalla de Simancas (ilustración de Ramón Chao). |
Corría el año 939. Aproximadamente tres
cuartos de la Península Ibérica estaban dominados por el Califato de Córdoba,
el resto era, casi todo, el Reino de León. Aquel año, el Califa Abderramán III,
irritado, indignado por las victorias de Ramiro II de León, organizó un
gigantesco ejército para demostrar quién mandaba realmente en la península. La
batalla tuvo lugar en Simancas
Abderramán III se había proclamado
califa independiente de Bagdag diez años antes, en 929; había fundado el
Califato de Córdoba, un reino poderoso y admirado en todo occidente, y ello a
pesar de las rencillas y disputas internas a las tuvo que enfrentarse, y al
constante incordio de los reyes de León, siempre empeñados en empujar la
frontera hacia el sur. Ramiro II era un tipo de armas tomar (cuando atrapó a
los traidores que querían usurparle el reino no dudó en sacarles los ojos,
incluyendo a su hermano Alfonso IV); y en los veinte años de su reinado apenas
dejó pasar alguno sin campaña contra los sarracenos; “no sabía descansar” dice
de él la Historia Silense
Ramiro había conquistado Osma (además de
otras muchas acciones bélicas exitosas) y tomado la fortaleza de Margerit
(Madrid), a un paso de Toledo, la idealizada capital de los godos. Al orgulloso
Abderramán (cuya madre era vascona) los triunfos de ese “diablo, perro, puerco,
tirano Ramiro” (calificativos con que lo ‘adornan’ las crónicas musulmanas) le
parecieron inadmisibles, de modo que organizó un gigantesco ejército, llamando
a la yihad para castigar al ‘enemigo de Dios’. Soldados propios, mercenarios e
infinidad de voluntarios de todos los territorios dominados por los musulmanes
conformaron un ejército de un tamaño jamás visto en la península, entre ochenta
mil y cien mil hombres para emprender la ‘Campaña del supremo poder’. Tan
convencido estaba de su triunfo que ordenó oraciones a Alá en todas las
mezquitas del califato para agradecer la próxima y segura victoria. Ramiro
contó con su ejército y con tropas castellanas aportadas por el conde Fernán
González, navarras y de otras regiones cercanas al Duero.
A finales de julio del año 939, las dos
huestes se encontraban casi frente a frente cerca de Simancas (Valladolid),
preparándose para la batalla; sin embargo, consta que hacía el 20 de julio se
produjo un eclipse de sol (del que hay datos de cronistas de uno y otro bando y
que también fue visto en Alemana e Italia), con lo que todo el mundo se quedó a
la espera. Kitab Al Raud cuenta: “hubo un espantoso eclipse de sol (…) que
llenó de terror a los nuestros y a los infieles (…) Dos días pasaron sin que unos
y otros hicieran movimiento alguno”. Pasado el susto, a principios de agosto se
desataron las hostilidades. Las bajas fueron abundantes en el bando musulmán y
en el cristiano, pero la segunda parte de la batalla fue terrible para los
caldeos (también los llamaban amorreos, bárbaros…). Al parecer, el ejército
califal había sido reclutado demasiado deprisa; el cronista Ibn Hayyan habla de
incompetencia de los mandos militares, e incluso enfrentamientos y recelos entre
unos y otros generales que desembocaron en vergonzosas retiradas (muchos fueron
ejecutados al llegar a Córdoba). El caso es que, en su huida, el ejército de
Abderramán enfiló hacia un paraje llamado La Alhóndega (ya en Soria), donde se
encontró con tremendos precipicios. Escribió el cronista Al Muqtabis: “… y en
la retirada el enemigo los empujó hacia un profundo barranco (…) del que no
pudieron escapar, despeñándose muchos y pisoteándose de puro hacinamiento”. El
propio Abderramán III se vio obligado a huir a toda prisa y herido (“semivivus
evasit”), ni siquiera tuvo tiempo de desmontar su lujosa tienda, ni de llevarse
el valiosísimo ejemplar de El Corán que le habían traído de Oriente, ni su
famosa cota de malla tejida con hilo de oro, ni las mujeres que conformaban su
harén personal (que, despavoridas, corrían diseminadas por los campos)…, todo
cayó en manos de Ramiro, que con gran botín y numerosos cautivos regresó
triunfante a León.
De tan grande enfrentamiento se supo en
toda Europa, y existen varios textos de diversas procedencias que hablan de tan
sonado triunfo cristiano (alguno de los cuales habla de ‘Radamiro,
cristianísimo rey de Galicia”), del eclipse, de las incontables bajas en el
ejército del califa…Lógicamente, a raíz de la batalla, el territorio dominado
por el Rey de León desplazó su frontera hacia el sur del río Duero, una zona a
la que se llamó ‘extrema Dorii”, luego Extremadura, repoblándose ciudades y
campos.
Además de los errores de reclutamiento y
organización del ejército de Abderramán, los historiadores musulmanes hablan de
la caballería pesada leonesa como factor determinante en la batalla. Hay que
imaginarse a trescientos o cuatrocientos jinetes protegidos de la cabeza a los
pies por pesadas armaduras de hierro que, según la estrategia de Ramiro, debían
esperar el momento oportuno para entrar en acción; entonces, cuando la
infantería enemiga lleva horas combatiendo, los caballeros leoneses reciben la
orden de ataque: no cabalgan, no corren, sino que avanzan despacio, apenas al
trote, todos juntos, como una máquina enorme y pesada que se lleva por delante
todo lo que encuentra a su paso sin sufrir bajas. No es de extrañar que, al ver
‘aquello’ acercarse y escuchar cómo retumbaba la tierra, el enemigo entrara en
pánico y huyera en desbandada.
La victoria en Simancas está considerada
como una de las más meritorias y trascendentes de toda la Edad Media europea. Como
detalle final se puede añadir que Ramiro entabló posteriormente pactos con el
califa y, como muestra de buena voluntad, dos años después le devolvió su preciado
Corán (doce tomos), así como otros objetos de gran valor y algunas decenas de
prisioneros. Este gesto fue muy valorado en Córdoba, que se lo agradeció
enviando embajadores a León para dar gracias en nombre del Califa Abderramán
III.
CARLOS DEL RIEGO
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