La caballería francesa trata de abrirse paso en medio de la confusión (grabado de Mélida para la primera edición de la obra de Galdós). |
El ejército napoleónico
entró en España como elefante en cacharrería. No se conformó con saquear a
conciencia, sino que procuró ejercer todo tipo de violencia sobre la población
y sobre todo aquello que tuviera significado histórico, artístico o popular;
por ejemplo, utilizó como cuadras monumentos milenarios, instaló polvorines al
lado de catedrales (lógicamente algunos explotaron, con las previsibles
consecuencias), soldados y oficiales tiraron al blanco sobre estatuas, tallas e
imágenes de gran valor, profanaron tumbas de reyes e importantes personajes
buscando objetos de valor… y, en fin, se dedicaron a destruir todo lo que
pudieron por pura y simple diversión. En el terreno de la vileza destacó el
mariscal Joachim Murat, duque de Berg y cuñado de Napoleón, que se ensañó con
el pueblo llano, aunque en realidad liquidó con entusiasmo y sin mirar posición
social (oportunista, veleta y traidor, acabó sus días fusilado).
Cuando ‘el pequeño Napoleón’
(uno de los muchos motes con que lo identificaban los españoles) comprendió que
la derrota de su hermano era inevitable decidió huir de España, ya que sin su
apoyo el pueblo no tendría piedad con él. Pero ‘su majestad intrusa’ (además de
cobarde, ladrón, megalómano y, como remate, sectario masón) no se iba a marchar
sin llevarse nada, así que emprendió una campaña de depredación de todo lo que
tuviera valor y pudiera transportarse. Así, requisó todos los carros, carretas,
coches, calesas, furgones y carromatos que había en Madrid y alrededores y los
llenó con un inmenso tesoro: Joyas y alhajas de oro, plata y piedras preciosas,
oro en todas sus formas (monedas antiguas y modernas, barras, obras de arte),
ropas de lujo, telas finísimas y tapices de gran valor, muebles, tallas de
madera, cuadros (de Velázquez, Murillo, Tiziano, Rubens, Van Dick…), vajillas,
cuberterías y muchas más piezas de plata labrada, grandes cofres y bolsones rebosantes
de dinero, estatuas, ajuares de iglesia y sacristía, anillos y cuanto adornara
a vírgenes y santos, retablos y pinturas sobre tabla (destrozaron mucho más de
lo que se llevaron), tallas y artesonados de madera, porcelanas, armas, la
colección de minerales del gabinete de Historia Natural, documentos históricos,
cartas geográficas y de navegación de los siglos XVI y XVII…, y todas las
provisiones y víveres que pudieron acopiar. El 27 de mayo de 18 13, ‘Pepe Plazuelas’ abandonaba
definitivamente Madrid “dejándolo sin un alfiler” (cuenta Pérez Galdós en ‘El
equipaje del rey José’, uno de sus imprescindibles Episodios Nacionales) para
cruzar a Francia y disfrutar de lo saqueado.
La inmensa columna fue
atacada en varios sitios por los ingleses al mando de Wellinton (‘Véllinton’ o
Vellinzón’, decían aquellos españoles), en coalición con guerrilleros como Mina
y sus aliados portugueses (también combatieron allí varias mujeres, entre ellas
Agustina de Aragón, que debía tenerlos como el caballo de Santiago). Tras
encarnizada lucha, desbandada francesa. El ya ex-rey, ‘el rey Pepino’, muerto
de miedo, dejó atrás casi todo lo afanado y huyó al galope, “pálido, con el
negro cabello en desorden, fruncido el ceño, trémulas las manos (…), aterrado, jadeante (…) como el asesino que
huye” (Galdós).
La desbandada tuvo que ser
un monstruoso caos; todo lo que tenía pies echó a correr, hombres y
caballerías, dejando atrás cualquier cosa que retrasara la carrera, incluyendo
ciento cincuenta cañones y doscientos carros de municiones, equipamientos,
cajas, furgones, carromatos y todo tipo de enseres particulares, bagajes y
equipajes. Cada caballo llevaba a tres o cuatro personas, las cuales defendían
su posición con estocadas y tiros. “¡Los ingleses, los guerrilleros!”, gritaban
despavoridos los franceses y los afrancesados, metiendo el terror en el cuerpo
de los que no podían correr. La batalla fue terrible (más de 10.000 muertos), y
tras la matanza llegó la posterior desbanda, la búsqueda de botín, la persecución
despiadada de fugitivos, la venganza sobre los españoles que se marchaban con
los franceses. Aquello fue espeluznante, apocalíptico, dantesco.
Y a continuación se produjo
el pillaje y saqueo de lo saqueado. Llegaron de Vitoria y otros lugares grupos
de paisanos atraídos por la seguridad de poder hacerse con algo de todo lo que
gabachos y afrancesados dejaron desparramado por el campo en su desesperada
huida. Además, también se presentaron salteadores y ladrones a exigir una parte
de los valiosos despojos. Se sucedieron infinitas escenas de codicia y de
crueles tropelías por parte de algunos del bando vencedor, que se cebaron con
los afrancesados (y sus familias) que no pudieron huir. Los lugareños acudían
con sus propios carros e iban revisando y cargando según preferencias. En medio
de aquella vorágine algunos hacían chanzas con ciertos objetos, como el bastón
de mando del mariscal Jourdan, las pelucas variadas de un familiar de ‘el rey
pelele’ y hasta el sombrero del mismísimo ‘Pepe el espantadizo’. Al caer el
día, los más rastreros se dedicaron con gran meticulosidad a revisar los
cuerpos de los miles de muertos (muchos hechos pedazos por la artillería) en
busca de anillos, relojes, cadenas, medallas …, de noche se veían moverse los
farolillos de estos buitres sin plumas. Igualmente aparecieron compradores
ávidos de hacerse con objetos de valor por muy poco dinero: unos pujaban por las
piezas de joyería, otros por la ropa, por las armas, municiones y pólvora, otros
compraban vinos y licores…, se hizo negocio incluso con las carretas ya vacías.
Se dice que muchas familias de la zona hicieron fortuna duradera gracias al
naufragio del pequeño Bonaparte.
En fin, ‘el rey baraja’
apenas se llevó de España lo que le cupo en los bolsillos, mientras que muchos
españoles se aprovecharon de la mayor parte de aquel fabuloso tesoro.
Dos siglos después,
¿deberían los españoles echar chispas contra los franceses por la ocupación,
violencias, saqueo y destrucción que perpetraron en España? Evidentemente, tal
pensamiento no sólo es estéril, sino tonto.
CARLOS DEL RIEGO
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