El general Lacy, que se pronunció hace justo dos siglos, da la orden de fuego al pelotón que lo fusiló (aunque probablemente estuviera sentado y de cara a la pared). |
Tal día como hoy hace doscientos años,
el 5 de abril de 1817, se producía uno de los ‘pronunciamientos’ militares que
tan abundantemente se dieron en el convulso siglo XIX español. Fue liderado por
el general Luis Lacy en contra del terrible absolutismo de Fernando VII, el ‘Rey
Felón’, ‘el Narizotas’, cuya bajeza moral provocó varios sonados levantamientos
que, casi siempre, terminaron en sonados descalabros debido a la traición; sólo
hubo una excepción, la de Rafael del Riego en 1820, aunque su éxito duró poco y
terminó en el cadalso. Hubo otras asonadas, pero estas son las más notorias.
El mencionado Luis Lacy, con dos
compañías del regimiento de Tarragona, acudió al punto de encuentro (Caldetas,
Barcelona) aquel día de abril, pero se encontró con que ninguno de los otros
conjurados se presentaba… Sí le llegó el aviso de que dos oficiales que estaban
en el secreto lo habían delatado. Huye pero es capturado, juzgado, condenado y
fusilado dos meses después.
Antes, en septiembre de 1815, el
general Juan Díaz Porlier pone en sublevación a las fuerzas a su mando (unos
6.000 hombres) en La Coruña y se encamina a Santiago. Pero en su círculo había
un infiltrado, el cual dio cuenta a las autoridades, las cuales sobornaron a
más de treinta sargentos que no dudaron en traicionarlo. Fue detenido,
encadenado, degradado, sentenciado y ahorcado a las tres semanas. Puede
añadirse que Porlier no aprendía de la experiencia, ya que anteriormente había
intentado otra asonada que fracasó por la traición de un hombre de su
confianza.
Célebre es también la conocida como
‘Conspiración del Triángulo’ (febrero de 1816), un sistema en el que cada
conspirador sólo conoce a otros dos. Como no podía ser de otro modo, dos vértices
de uno de esos triángulos, dos sargentos, llegan a la conclusión de que ganarán
más delatando al tercer componente, el general Vicente Richart. Éste será apresado
y entregado por los dos traidores en Madrid; luego será torturado para que
delate a otros integrantes de la conjura, pero no le sacan ni un nombre. Unos
tres meses después será ahorcado.
El 1 de enero de 1819 era el escogido por
el coronel Joaquín Vidal para iniciar una revuelta que comenzaría con la
detención del odiado general realista Elío, que iba a asistir a una
representación teatral. Pero la cosa se torció al morir la reina María Isabel,
segunda esposa de Fernando VII, con lo que se suspendió la función; hubo
numerosas deserciones y todo el complot se vino abajo. Vidal quiso advertir a los
demás de que había que posponer la intentona y los citó en un local de juego,
el Billar del Porche, pero uno de los advertidos pensó que, ya que no habría
motín, podría aprovechar la oportunidad y sacar mucho beneficio si se chivaba.
Así, el general Elío se presentó en la masónica reunión y, cuando Vidal
intentaba defenderse, lo atravesó con su espada. El día 20 del mismo mes el
coronel (junto a otros doce o trece) fue ahorcado…, aunque ya estaba muerto por
el sablazo de Elío, el cual también fue ejecutado pocos años después.
Sí tuvo éxito el asturiano Rafael del
Riego, quien obligó al indeseable rey a jurar en 1820 la Constitución de 1812,
aunque en cuanto le vinieron mejores cartas, el ruin Borbón se tomó cumplida
venganza. Así, tres años después del éxito de su levantamiento, el coronel del
Riego subió al patíbulo.
Se produjeron otras intentonas, aunque
estas cinco son las más señaladas en los libros de Historia. Curiosamente,
todas ellas tienen varios puntos en común que, invariablemente, se van
repitiendo una y otra vez. Para empezar, todos los muñidores de cada conjura
(de las cinco) pertenecían a la masonería, sociedades secretas muy de moda en
ciertos sectores de aquella España. Otro denominador común de los motines es
que todos los organizadores estaban absolutamente convencidos de que tanto los
militares como la población en general los iban a apoyar incondicionalmente, y
que una vez realizada la proclama se les unirían miles de soldados y oficiales,
y contarían con la ayuda de paisanos y ciudades. Este erróneo pensamiento puede
proceder de las propias reuniones de las logias, en las que sus integrantes se
animaban entre sí, se daban mutuamente la razón y se imaginaban grandes y
gloriosas campañas (típico de las sectas); pero no pensaban que, aunque en
parte estuviera asqueado de Fernando VII, el pueblo tenía otras prioridades
antes que ir a la guerra, y además, mariscales, generales, aristócratas y alto
clero preferían no arriesgar lo poco o mucho que tuvieran. En fin, aunque el
derrocamiento de rey tan abyecto era un proyecto legítimo, los que urdieron las
sublevaciones, a pesar de ser guerreros expertos, obraron como advenedizos.
Pero lo que condujo cada intentona al
fracaso (excepto la de Riego) fue la traición, la simple y ancestral delación
que busca una recompensa. Es sabido que existía una camarilla de truhanes y
sinvergüenzas que rodeaban al rey, pues para congregar a su alrededor a
tiparracos de la peor especie (procedentes de la nobleza o de malolientes
tabernas) fue un hacha. Esos granujas contaban con soplones que, de un modo u
otro, se enteraban de que se tramaba algo. A ello se suma la torpeza de permitir
que fueran muchos los que estaban en el secreto, incluyendo gentes muy dudosas (se
da por cierto que el éxito de una conspiración es inversamente proporcional al
número de conspiradores). El caso es que, llegado el momento cumbre, algunos de
los confabulados empezaban a pensar y sopesar: la cosa podía salir bien y todos
ganarían, pero podía ir mal y todos perderían la cabeza; pero si denunciaban a
los cabecillas no sólo no correrían ningún peligro, sino que recibirían pingües
recompensas e incluso puestos y destinos beneficiosos. Seguramente, la noche
anterior, los traidores se pasarían horas dándole vueltas a la cuestión,
llegando todos a la misma pregunta: ¿correr un grave riesgo o actuar con seguridad
y premio?
Aquellos generales masones cometieron
varios errores: creerse más de lo que eran, pensar que el ejército y el pueblo
verían las cosas como ellos y se les unirían, poner a tanta gente en el secreto
y confiar en la integridad de cualquiera. El final de cada uno estaba escrito.
CARLOS DEL RIEGO
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