Por el interior del cráter del Popocatepetl se descolgó Francisco Montaño hacia 1521. |
Los libros suelen narrar la Historia
según una sucesión de hechos y personajes extraordinarios que condicionan el acontecer
posterior de países e incluso continentes; es decir, se fijan en decisivas
guerras y batallas, pactos y conquistas, matrimonios y sucesiones regias,
expediciones y exploraciones, inventos y hallazgos, enfrentamientos,
traiciones… y en las personas que los protagonizaron. Es lógico que se
estudien, ante todo, aquellos sucesos que modifican el transcurrir de las
gentes en esta tierra. Sin embargo, además de los grandes episodios y los
grandes personajes, resulta fascinante indagar y profundizar en las pequeñas
cosas, en la historia cotidiana y aparentemente intrascendente, en hechos,
peripecias y aventuras que tienen a la gente de a pie como actor principal.
El caso es que uno de los capítulos más
apasionantes que proporciona esta disciplina es el que se ciñe al encuentro
entre dos mundos, ese choque entre una sociedad europea que deja el Medievo
para entrar en la Edad Moderna y las poblaciones americanas que, en la
práctica, siguen en el Neolítico y, por tanto, sin escritura, sin rueda, sin
metales… Así, además de las cruciales ocasiones que tuvieron lugar en América
en las décadas posteriores a 1492, se sabe de infinidad de aconteceres
ilustrativos pero de menor alcance y muy escasa (si no nula) trascendencia histórica.
Un hecho de enorme mérito y escasamente
conocido es la ascensión al volcán Popocatépetl en busca de azufre para
fabricar pólvora. Aunque Cortés ya sabía de que las armas de fuego no eran
imprescindibles en batalla (había ganado muchas sin un solo disparo, y además,
si llovía o el día era húmedo estas armas eran inútiles), sí que le eran
eficaces como factor sicológico, de modo que al emprender nuevas expediciones (en
1521) quiso aprovisionarse de pólvora, y para ello necesitaba azufre. Como si
la empresa fuese fácil, el conquistador extremeño encargó a Francisco Montaño,
quien aseguraba haberse asomado al cráter del Teide, y a otros bravísimos
soldados que escalaran el Popocatépetl, que se descolgaran por la parte interna
de su cráter y que recogieran todo el azufre que fuera posible (el zamorano
Diego de Ordás había hecho cumbre en 1919). Cuando los lugareños se enteraron
de los propósitos de los españoles los tomaron por locos: no sólo la ascensión
era de extrema dificultad (5.500 metros de nada), sino que también había que
contar con el frío, el hielo, la nieve… y claro, con que el volcán estaba
activo, pues “echaba grades bultos de humo” (contaba Cortés en sus Cartas de
Relación) y emitía gases irrespirables por sus paredes. Una vez en el borde, y
tras contemplar el aterrador espectáculo de la lava burbujeante, ataron con
cuerdas a Montaño y lo bajaron por el interior del cráter, llenó varios
canastos de azufre y luego fue relevado por otro tipo tan bragado como él, un
tal Juan Larios. Al descender la montaña, los indios se arremolinaban y miraban
con incredulidad a aquellos locos que no sólo habían llegado a la cumbre, sino
que se habían atrevido a meterse en aquellas fauces de fuego. Y todo con los
medios y técnicas de escalada y ‘aventura extrema’ de aquellos tiempos. Al
parecer, Montaño tardó semanas en sacudirse el miedo que pasó.
En torno a aquellas fechas se produjo otro
hecho singular y llamativo. Siendo Cuauhtémoc el líder azteca (aunque ya
vasallo del emperador Carlos I), pidió a Cortés que les fueran devueltas sus
esposas a unos cuantos de sus capitanes y notables, pues les habían sido
arrebatadas por soldados españoles (algunas se habían ido de buen grado); el
conquistador accedió, dejó que las buscaran y que volvieran con sus maridos…,
siempre que ellas así lo desearan. Cuenta Bernal Díaz del Castillo en su
‘Verdadera historia…’ que a pesar de que ellas se escondieron fueron todas
encontradas; sin embargo, ya ante el vencedor de Tenochtitlán, sólo tres de
ellas pidieron regresar con sus cónyuges mexicas, mientras que las demás eligieron
libremente continuar con sus compañeros hispanos (no se señala el número
concreto, pero por cómo se cuenta el suceso se deduce que debían ser muchas).
¿Por qué unas mujeres de clase nobiliaria preferirían quedarse con aquellos
soldados irrelevantes, barbudos y de lenguaje extraño?
Después de la toma de
México-Tenochtitlán, la ciudad estaba destruida en gran parte, de modo que
Hernán Cortés se propuso no reconstruirla, sino retirar los restos de lo
antiguo y edificar una nueva metrópoli al estilo europeo. Para lograr tal cosa
hubo que traer herramientas adecuadas y enseñar a los indios su manejo.
Empezaron por construir carretas y carretillos, es decir, ruedas; cuando los
nativos vieron que un solo hombre era capaz de transportar piedras pesadísimas
sobre una especie de caja que se apoyaba en el suelo mediante un artefacto que
giraba sobre sí mismo, quedaron boquiabiertos, perplejos, pues jamás se habían
imaginado algo parecido a una rueda. Igualmente ocurrió cuando vieron cómo
funcionaban poleas y polipastos (poleas compuestas), y cuando comprobaron la
eficacia de elementos de metal como clavos, martillos o sierras. Explican los
cronistas que los indios miraban todo aquello con los ojos como platos, como
quien ve novedades maravillosas e insospechadas. Los españoles, por su parte,
quedaron estupefactos ante la rapidez con que los mexicas y demás pueblos
aprendieron el uso de las nuevas herramientas, pues en muy poco tiempo se
revelaron esmerados, habilísimos,
virtuosos artesanos.
Son historias menudas y con mínima
resonancia histórica, pero resultan muy ilustrativas para entender lo que
ocurría a pie de calle en aquellos históricos años.
CARLOS DEL RIEGO
No hay comentarios:
Publicar un comentario