Uno de los primeros predicadores
estadounidenses (nacido allí en 1663) fue Cotton Mather, quien dejó escrito el
pensar de los puritanos protestantes que, animados por la certeza de su
superioridad moral, construyeron el nuevo país. Mather, esclavista convencido y
seguro de la culpabilidad de los acusados en el caso de ‘Las brujas de Salem’,
escribió: “No sabemos cuándo ni cómo estos indios empezaron a poblar el gran
continente, pero podemos conjeturar que probablemente el Demonio atrajo aquí a
estos miserables salvajes con la esperanza de que el Evangelio de Nuestro Señor
no vendría nunca a destruir o perturbar su imperio”. Queda claro así que, desde
el primer inglés que puso sus pies en América, la intención era acabar con
aquellos salvajes.
En realidad, desde su llegada, el
puritano protestante británico estaba convencido de que ‘el único indio bueno
es el indio muerto’. El propio Karl Marx
también escribió sobre el asunto: “En su ‘assembly’ determinaron un
premio de 40 libras por cuero cabelludo de piel roja; en 1720 el premio se
elevó a 100 libras (…) y en 1744 se fijó una suma de 100 libras de nuevo curso
por varón de más de 12 años y por indio prisionero 105 libras; por mujeres y
niños presos, 55 libras, y por cueros cabelludos de niños o mujeres, 50 libras”
(‘El capital’, libro 1, pág. 942).
Evidentemente nunca hubo mezcla racial
en lo que luego sería EE UU, puesto que los puritanos protestantes veían en el
indio un hombre de condición inferior. Por ello no puede extrañar que George
Washington calificara a los indios como “bestias salvajes del bosque”, mientras
Thomas Jefferson (tercer presidente) afirmó: “debemos perseguirlos y
exterminarlos, o desplazarlos hasta que estén fuera de nuestro alcance”. En
1830, Andrew Jackson (séptimo presidente) aprobó la ‘Ley de traslado forzoso de
indios’, que provocó la guerra de algunas naciones indias; en este contexto, el
general Zachary Taylor (luego sería el duodécimo presidente de EE UU) derrotó a
los indios en la batalla (más preciso es el término masacre) de ‘Bad Axe’
(1832) en la que fueron asesinados y despedazados más de 400 mujeres, niños y
ancianos (es decir, no combatientes), mientras el ejército de Taylor sólo
sufrió cinco bajas. En esta matanza tomó parte Abraham Lincoln, que tenía
entonces 23 años.
En 1835 Jackson ordenó a varias
naciones indias (las llamadas ‘civilizadas’, ya convertidas al cristianismo:
chickasaw, choctaw, creek, semínolas y cheroquis) que se fueran más allá de la
ribera oeste del río Misisipi mediante la ‘Ley de traslado forzoso’; los indios
escribieron al Congreso pidiendo que se reconsiderara esta orden basándose en
los sentimientos cristianos y civilizados de los nuevos americanos. El Congreso
rechazó la petición por unanimidad. Sólo de la nación cheroqui fueron 17.000
los obligados a dejar sus tierras y marchar a pie en lo que ha pasado a la
Historia como ‘El sendero de las lágrimas’, 1.600 kilómetros en los que
murieron alrededor de un tercio de los caminantes. En 1864, el gobierno de EE
UU, presidido por Abraham Lincoln, usó esta ley para que el Congreso aprobara
el traslado forzoso del pueblo navajo hasta unos yermos de Nuevo Méjico. El
ejército se encargó de que se cumpliera la ley y ni siquiera permitió que los
indios se avituallaran, por lo que fueron nuevamente miles de navajos los
muertos en el camino.
Para conseguir la solución final del
exterminio y/o confinamiento de los indios en los campos de concentración
llamados reservas, los puritanos estadounidenses recurrieron a todo tipo de
recursos y herramientas. Una de ellas fue el alcohol, pues pronto comprobaron
que “el aguardiente causa más bajas entre los indios salvajes que la viruela”
(dijo William Penn, fundador de Pennsilvania), pues además los incapacita y
hace “desaparecer su instinto de resistencia”. De esta táctica fue muy
partidario el científico y padre fundador Benjamin Fanklin (1706-1790), quien
escribió convencido: “Forma parte de la Providencia destruir a estos salvajes
con el fin de dar espacio a los cultivadores de la tierra. Me parece que el ron
es el instrumento adecuado. Éste ya ha exterminado a todas las tribus que
habitaban con anterioridad la costa”. Esta receta se aplicó cuando España
transfirió Luisiana al nuevo estado en 1803; hasta ese momento las leyes
protegían al indio del alcohol, pero con los nuevos dueños la cosa cambió, de
modo que con estos llegaron miles de barriles de whisky (seguro que malísimo)
destinados a los indios.
Otra de las estrategias para acabar
con los indios fue el exterminio subvencionado y sistemático de los bisontes,
una de las principales fuentes de alimentación y subsistencia de los nativos.
Así, con la participación de los granjeros, mercenarios, ejército y
profesionales de esta actividad “fueron exterminados más de 50 millones de
bisontes a finales del siglo XIX” (afirma Bruce Johansen, historiador
estadounidense que ha escrito numerosas obras sobre el tema indio, en su obra
“El genocidio de los nativos norteamericanos”).
En resumen, tras considerar a los
indios como infrahumanos (término que equivale al ‘untermensch’ nazi) y
utilizando todos los métodos y estrategias a su alcance, los estadounidenses
consiguieron reducir la población de indígenas de aproximadamente 1,2 millones
a unos 225.000 en cuarenta años, desde 1850 a 1890; y los que quedaron fueron
confinados en los campos de concentración llamados reservas. Pero la
discriminación continuó, pues no fueron reconocidos ciudadanos (de segunda)
hasta 1924, el voto se les concedió en 1948 y lograron la libertad de culto en
1993.
Para esconder todo esto se buscaron un
malo, un cabeza de turco: España y los conquistadores españoles; y no importa
que los hechos históricos, los documentos, la arqueología y las cifras
contradigan esta opinión.
Para otra ocasión queda el asunto de
la esclavitud y la discriminación racial contra los negros, algo tan propio de
EE UU que aún hoy sigue presente.
CARLOS DEL RIEGO
(Con información de las obras de
Marcelo Gullo)
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