sábado, 9 de agosto de 2025

WASHINGTON, JEFFERSON, FRANKLIN…, LOS GENOCIDAS PADRES FUNDADORES DE EE UU

 

 Una de las estrategias del gobierno de EEUU para eliminar a los indios fue el exterminio de unos 50 millones de bisontes. En la foto de 1890, cientos de miles de toneladas de huesos de bisonte

Uno de los primeros predicadores estadounidenses (nacido allí en 1663) fue Cotton Mather, quien dejó escrito el pensar de los puritanos protestantes que, animados por la certeza de su superioridad moral, construyeron el nuevo país. Mather, esclavista convencido y seguro de la culpabilidad de los acusados en el caso de ‘Las brujas de Salem’, escribió: “No sabemos cuándo ni cómo estos indios empezaron a poblar el gran continente, pero podemos conjeturar que probablemente el Demonio atrajo aquí a estos miserables salvajes con la esperanza de que el Evangelio de Nuestro Señor no vendría nunca a destruir o perturbar su imperio”. Queda claro así que, desde el primer inglés que puso sus pies en América, la intención era acabar con aquellos salvajes.

 

En realidad, desde su llegada, el puritano protestante británico estaba convencido de que ‘el único indio bueno es el indio muerto’. El propio Karl Marx  también escribió sobre el asunto: “En su ‘assembly’ determinaron un premio de 40 libras por cuero cabelludo de piel roja; en 1720 el premio se elevó a 100 libras (…) y en 1744 se fijó una suma de 100 libras de nuevo curso por varón de más de 12 años y por indio prisionero 105 libras; por mujeres y niños presos, 55 libras, y por cueros cabelludos de niños o mujeres, 50 libras” (‘El capital’, libro 1, pág. 942).

 

Evidentemente nunca hubo mezcla racial en lo que luego sería EE UU, puesto que los puritanos protestantes veían en el indio un hombre de condición inferior. Por ello no puede extrañar que George Washington calificara a los indios como “bestias salvajes del bosque”, mientras Thomas Jefferson (tercer presidente) afirmó: “debemos perseguirlos y exterminarlos, o desplazarlos hasta que estén fuera de nuestro alcance”. En 1830, Andrew Jackson (séptimo presidente) aprobó la ‘Ley de traslado forzoso de indios’, que provocó la guerra de algunas naciones indias; en este contexto, el general Zachary Taylor (luego sería el duodécimo presidente de EE UU) derrotó a los indios en la batalla (más preciso es el término masacre) de ‘Bad Axe’ (1832) en la que fueron asesinados y despedazados más de 400 mujeres, niños y ancianos (es decir, no combatientes), mientras el ejército de Taylor sólo sufrió cinco bajas. En esta matanza tomó parte Abraham Lincoln, que tenía entonces 23 años.

 

En 1835 Jackson ordenó a varias naciones indias (las llamadas ‘civilizadas’, ya convertidas al cristianismo: chickasaw, choctaw, creek, semínolas y cheroquis) que se fueran más allá de la ribera oeste del río Misisipi mediante la ‘Ley de traslado forzoso’; los indios escribieron al Congreso pidiendo que se reconsiderara esta orden basándose en los sentimientos cristianos y civilizados de los nuevos americanos. El Congreso rechazó la petición por unanimidad. Sólo de la nación cheroqui fueron 17.000 los obligados a dejar sus tierras y marchar a pie en lo que ha pasado a la Historia como ‘El sendero de las lágrimas’, 1.600 kilómetros en los que murieron alrededor de un tercio de los caminantes. En 1864, el gobierno de EE UU, presidido por Abraham Lincoln, usó esta ley para que el Congreso aprobara el traslado forzoso del pueblo navajo hasta unos yermos de Nuevo Méjico. El ejército se encargó de que se cumpliera la ley y ni siquiera permitió que los indios se avituallaran, por lo que fueron nuevamente miles de navajos los muertos en el camino.

 

Para conseguir la solución final del exterminio y/o confinamiento de los indios en los campos de concentración llamados reservas, los puritanos estadounidenses recurrieron a todo tipo de recursos y herramientas. Una de ellas fue el alcohol, pues pronto comprobaron que “el aguardiente causa más bajas entre los indios salvajes que la viruela” (dijo William Penn, fundador de Pennsilvania), pues además los incapacita y hace “desaparecer su instinto de resistencia”. De esta táctica fue muy partidario el científico y padre fundador Benjamin Fanklin (1706-1790), quien escribió convencido: “Forma parte de la Providencia destruir a estos salvajes con el fin de dar espacio a los cultivadores de la tierra. Me parece que el ron es el instrumento adecuado. Éste ya ha exterminado a todas las tribus que habitaban con anterioridad la costa”. Esta receta se aplicó cuando España transfirió Luisiana al nuevo estado en 1803; hasta ese momento las leyes protegían al indio del alcohol, pero con los nuevos dueños la cosa cambió, de modo que con estos llegaron miles de barriles de whisky (seguro que malísimo) destinados a los indios.

 

Otra de las estrategias para acabar con los indios fue el exterminio subvencionado y sistemático de los bisontes, una de las principales fuentes de alimentación y subsistencia de los nativos. Así, con la participación de los granjeros, mercenarios, ejército y profesionales de esta actividad “fueron exterminados más de 50 millones de bisontes a finales del siglo XIX” (afirma Bruce Johansen, historiador estadounidense que ha escrito numerosas obras sobre el tema indio, en su obra “El genocidio de los nativos norteamericanos”).

 

En resumen, tras considerar a los indios como infrahumanos (término que equivale al ‘untermensch’ nazi) y utilizando todos los métodos y estrategias a su alcance, los estadounidenses consiguieron reducir la población de indígenas de aproximadamente 1,2 millones a unos 225.000 en cuarenta años, desde 1850 a 1890; y los que quedaron fueron confinados en los campos de concentración llamados reservas. Pero la discriminación continuó, pues no fueron reconocidos ciudadanos (de segunda) hasta 1924, el voto se les concedió en 1948 y lograron la libertad de culto en 1993.

 

Para esconder todo esto se buscaron un malo, un cabeza de turco: España y los conquistadores españoles; y no importa que los hechos históricos, los documentos, la arqueología y las cifras contradigan esta opinión.

 

Para otra ocasión queda el asunto de la esclavitud y la discriminación racial contra los negros, algo tan propio de EE UU que aún hoy sigue presente.     

 

CARLOS DEL RIEGO

(Con información de las obras de Marcelo Gullo)

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