Tanto las empresas de encuestas como los líderos populistas tratan de vender lo mismo, fantasías, ilusiones, magia.. |
Sí, los analistas políticos, las
empresas de encuestas y los que creen en ellas como el gran dogma han quedado (por
enésima vez) anonadados, incrédulos, como el boxeador al que, tras encajar un
golpe nítido, las piernas se le vuelven de trapo y se le nubla el sentido. De
todos modos, y sin entrar en las consecuencias de la decisión adoptada por el
pueblo estadounidense, cualquiera puede ver claramente dos hechos incontestables.
Uno es la certeza de que de que las encuestas, sondeos y estudios demoscópicos
en torno a la intención de voto son poco menos que una engañifa, una
paparrucha, humo que se vende a precio de oro, una especie de timo de la
estampita en el que medios de comunicación y partidos políticos están deseosos
de caer. El otro es que está calando en todas partes un discurso simplón que básicamente
se resume en que hay malos (ellos) y buenos (nosotros).
Respecto a la credibilidad que tienen
las encuestas, parece que es el momento de plantearse una serie de preguntas de
respuesta imposible: ¿Cómo demostrar de modo empírico que verdaderamente se hicieron
las encuestas si no se aporta nombre, DNI y firma de cada persona que responde?
¿Cómo saber que los encuestados contestaron con sinceridad? ¿Cómo saber si
éstos mantendrán su palabra, su intención de voto, y no cambiarán de opinión en
el momento de entregar la papeleta? ¿Cómo se puede tener la seguridad de que las
respuestas de 800 ó 1000 ó 10.000 personas representan las intenciones de
decenas de millones? No hay solución definitiva a estas cuestiones, por lo que tratar
de aventurar el futuro basándose en algo tan difuso como las intenciones de
unos cuantos que confiesan a un desconocido lo que van a votar, es algo
ficticio, una ilusión, un error. Puede añadirse que las supuestas
‘correcciones’ que se hacen al ‘cocinar’ el sondeo tienen nula eficacia, pues
se basan en fórmulas imposibles de demostrar en la práctica. Eso sí, es
divertido escuchar cómo, a toro pasado, los augures demoscópicos explican por
qué las cosas no han salido como ellos predijeron.
Luego están los que pretenden el poder
basándose en un discurso simplista, maniqueo, oportunista, el cual trata de
convencer al ciudadano de que todos los males que afectan al país son culpa de
otros, ya sean los extranjeros, refugiados o inmigrantes, el imperialismo y el
capitalismo, la banca y los empresarios, los ricos y poderosos, los políticos que
los precedieron…, y claro, esta idea tan sencilla tiene gran poder de
penetración, puesto que se tiende a pensar cualquier cosa antes que reconocer
errores propios. “Todo el mundo tiene la culpa de lo que me pasa menos yo”,
decía compungido Homer Simpson ante la desgracia. Hay, en fin, criaturas
dispuestas a escuchar, y dar por cierto, que las preocupaciones y desventuras
que los acosan no se deben a causa propia, sino que los culpables son los otros;
estos ciudadanos están dispuestos a creer en líderes de palabra gruesa y simple,
a confiar en iluminados que, como si fueran magos, aseguran tener el remedio
que pondrá fin a todos sus problemas con poco más que chasquear sus dedos.
Cervantes explicó muy bien la situación
en ‘El retablo de las maravillas’: unos timadores afirman que aquellos que no
vean en su retablo las maravillas que ellos dicen, son unos bastardos, tontos,
hijos de moro o judío, por lo que todo el mundo asegura ver los prodigios que
los pícaros se inventan; entonces llega un extranjero que asegura que en el
retablo no hay nada, que no existe ninguna maravilla; la cosa termina a palos.
Así, las empresas que hacen los sondeos de intención de voto hacen creer que
pueden adivinar y determinar con números las intenciones de millones de
personas, lo cual es una maravilla. Del mismo modo, los líderes esclarecidos
pretenden que el personal votante se trague las maravillas que dicen que van a
traer. Sin embargo, en uno y otro caso, cuando la realidad finalmente se impone
se terminan las maravillas.
CARLOS DEL RIEGO
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