Muchos políticos tienen tanta ideología ante sus ojos que no son capaces de ver la realidad, y sólo ven la virtual.. |
Tremenda polémica se ha vivido y se
vive (X-16) en el entorno del partido socialista español a cuenta de la postura
que han de tomar sus diputados en el debate de investidura del Presidente del
Gobierno. Por un lado están los que piensan que la situación del país exige la
formación urgente de gobierno aunque sea del partido rival; enfrente se
posicionan los que opinan que hay que impedir a toda costa que el enemigo asuma
el poder, aunque se cause un evidente perjuicio al país.
Es razonable pensar que es preferible un
barco con alguien al timón, aunque no guste y aunque sea un mal gobernante, a
que vaya sin dirección, ni buena ni mala, a la deriva. Con un conductor se
tendrá un rumbo y, mejor o peor, se irá a alguna parte, mientras que si la nave
queda a merced de los elementos se irá a pique, con certeza matemática. Así,
sorprende que existan dirigentes y ciudadanos proclamando a gritos lo contrario,
gentes convencidas de que la ideología ha de estar por encima del bien común, gentes
que prefieren un barco hundido antes que un gobernante indeseado; y ello a
pesar de un pequeño detalle: el repudiado por tantos ha recabado más confianza
que ninguno de sus contrarios ideológicos, por lo que tiene más legitimidad que
nadie para asumir la función de patrón del navío.
De este modo, quienes colocan la
ideología por delante de cualquier otra consideración suelen argumentar que los
políticos deben fidelidad a sus votantes, a sus militantes, que es a estos a
los que tienen que dar cuentas; por ello tachan de traidores a los que, creyendo
que es insostenible una situación de desgobierno, permiten que un adversario asuma
la presidencia. Sin embargo, los gerentes de la cosa pública están pagados por
todos los españoles independientemente del partido al que hayan votado, por lo
que la obligación de todo el que cobra del erario es mirar por el beneficio de
toda la población, y no solamente estar a expensas de lo que diga una parte de
la misma. En pocas palabras, si se cobra de todos se ha de trabajar para todos,
no sólo para los que tienen la misma creencia política. En consecuencia, si
sólo se tiene en cuenta la opinión de los correligionarios se estará
traicionando a quienes, con otra ideología, contribuyen a costear los salarios
de todos los parlamentarios.
Hace unos años se produjo en una
pequeña localidad de una provincia del noroeste de España una situación que
explica muy bien esa forma de pensamiento que rehúye cualquier entendimiento
con los que no exista concordancia de credo. Resulta que un concejal presentó
en el ayuntamiento una propuesta que, tras ser examinada, se dio por buena,
factible y provechosa para todo el pueblo, de manera que en poco tiempo la
moción se llevó a votación; todos votaron a favor excepto uno, precisamente el
concejal ponente. Al ser preguntado cómo estaba en contra de su propia idea el
edil respondió tajantemente: “No voy a votar yo lo mismo que estos”. Esta anécdota
(verídica) es elocuente y perfectamente demostrativa de lo que pueden llegar a
ser los prejuicios ideológicos y cómo terminan por nublar el entendimiento; por
eso no es necesario especificar a qué partido pertenecía tan incoherente
concejal, ya que esta obsesiva cabezonería, esta negación de la razón es
patrimonio de las personas, no de las creencias, ideales o doctrinas.
Ese partidismo prejuicioso y sectario
es otra de las consecuencias indeseables de una estancia prolongada en labores
políticas. Y es que este deseo de no abandonar el cetro y la poltrona se
transforma en un vicio que termina por afectar a prácticamente todos los que
entran en estos menesteres, de modo que, en pocos años de actividad en
ayuntamientos, parlamentos y otros organismos oficiales, los ‘profesionales’
del politiqueo sienten la irrefrenable inclinación de convertir la política en
su principal objetivo, con lo que pierden la perspectiva de cuál es su
verdadera obligación y a quiénes deben fidelidad. Por eso, porque todo lo ven a
través del color de su partido, llegan a convencerse de que éste, su grupo
político, es su auténtico patrón y único objeto de su lealtad. Así, es fácil
creerse que el grupo político, que distribuye puestos y cargos, está por encima
de todo.
CARLOS DEL RIEGO
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