El héroe celta irlandés Cuchulain acabó con sus enemigos en la 'matanza multiplicada por seis' (ilustración de 'Celtas, mitos y leyendas', de Timothy R. Roberts) |
Así es, no hay ni ha habido cultura, civilización u
organización social que no tenga en sus anales episodios escalofriantes de brutalidad
y ensañamiento. Las pinturas rupestres del levante español certifican
enfrentamientos armados, y desde que hay constancia escrita se han narrado infinitas
atrocidades: en Mesopotamia y Egipto, en Grecia y Roma…, hunos y godos,
mongoles y sarracenos, incas y aztecas…, todas las culturas han dejado
constancia de lo sanguinario de sus costumbres y tradiciones. Y como quiera que
la violencia sigue estando presente hoy en cualquier parte, puede afirmarse
que, al menos en ese aspecto, el homo sapiens está aún muy cerca de sus
antepasados prehomínidos y australipitécidos de hace millones de años; tal vez debido
al hecho de que la especie dominante lleve poco tiempo aquí, apenas unos
150.000 años.
No es extraño por tanto que todas las mitologías y
leyendas de cada cultura tengan el denominador común de la atrocidad, y si sus
ídolos, héroes y dioses se han conducido así, es lógico que los pobres mortales
sigan su ejemplo. Quedándose en la vieja Europa se pueden señalar pueblos y
sociedades cuyas prácticas y credos llegan a poner los pelos de punta. Por
ejemplo la idealizada cultura celta, la
cual está saturada de fábulas, costumbres y narraciones en las que la crueldad
es el método, y la sangre se observa casi con naturalidad, como si matar y descuartizar
fuera lo más lógico. Se sabe que los celtas adoptaron la ancestral costumbre de
cortar cabezas de enemigos, e incluso que los jefes de las diversas tribus
conservaban en tarros de miel las de los que les habían combatido con valentía
para, posteriormente, en reuniones en torno al fuego, sacar y mostrar con
orgullo la testa de quien le había dejado esta o aquella cicatriz…, a la vez
que explicaba cómo había sido la lucha. Asimismo, los mitos célticos chorrean
sangre a mares; típico es el héroe legendario irlandés Cuchulain (hijo del dios
Lugh), quien cuando montaba en cólera perdía la razón, se deformaba hasta
volverse un ser horrible (uno de sus ojos desaparecía y el otro crecía desproporcionadamente)
que daba muerte a todo lo que le rodeaba, amigos y enemigos; célebre es la llamada
‘matanza multiplicada por seis’, en la que Cuchulain, él sólo, acabó con tantos enemigos que sus
cadáveres cubrieron el campo de batalla nada menos que con seis capas. Su arma
favorita era el ‘gae bolga’, una lanza de cinco puntas, cada una de las cuales
se abría en otros siete pinchos al entrar en la carne… En otros ciclos y leyendas
celtas es habitual lo de ‘sangre hasta los codos’ o ‘abrir el vientre del
enemigo y dejar que, huyendo, tropezara con sus propias tripas’.
La península Ibérica ha sido escenario de
innumerables invasiones y ocupaciones, las cuales, invariablemente, se han
llevado a cabo a sangre y fuego. Y entre los pueblos que llegaron aquí para
adueñarse del solar destacan por su extrema crueldad los visigodos. Originarios
de Gotland (actual Suecia), la guerra era para ellos la única actividad digna, por
eso despreciaban a los campesinos y nunca se mezclaron con la población
hispanorromana; y también por eso tenían una gran resistencia al dolor. Los
mitos nórdicos (de los que ellos bebieron) cuentan prácticas como la conocida
como ‘alas de sangre’, que consiste en inmovilizar al reo y sacarle por la
espalda los omóplatos, de manera que dieran impresión de ser unas alas
ensangrentadas (otras versiones aseguran que lo que se extrae son los
pulmones); por cierto, cuando el desdichado perdía el conocimiento se le
inyectaba por la nariz agua con sal para que lo recobrara; también se cuenta
que un jefe mató a un subordinado desleal, le cortó la cabeza y se la colgó del
cinto, pero tras hacer un movimiento brusco, uno de los dientes de la testa se
le clavó en el muslo, se infectó la herida y dicho jefe terminó tan muerto como
su víctima. Los visigodos trajeron a la península esa tradición guerrera y
crudelísima, dejando para la Historia episodios de asombrosa brutalidad. Puede
recordarse la costumbre de sacar los ojos al traidor o a quien pretendía
destronar al rey; así, el increíble Chindasvinto (que llegó al trono a los 79
años y lo ostentó hasta su muerte a los 90, acaecida en 653) tomó como primera
medida ejecutar a unos 200 posibles rivales de la alta nobleza (primates) y a otros
500 de la baja (mediogres), aunque en algunos casos se sintió magnánimo y se
conformó con cegarlos y quedarse con todas sus propiedades; muchas veces el
pretendiente al trono asesinaba al rey tras un banquete con abundante vino;
otras se inhabilitaba al aspirante amputándole ambas manos; a algunas
consortes, cuando ya no eran útiles, se les cortaban las orejas e incluso la
nariz (tal cosa hizo el vándalo Humerico con la hija de Teodorico I). La
práctica de vaciar las cuencas pervivió tras la batalla de Guadalete:Ramiro II de
León (que reinó de 931 a 951), cansado de que su hermano Alfonso IV ‘El Monje’
un día renunciara al trono para retirarse a un monasterio y al siguiente se retractara
(algo que hizo más de una vez), lo derrotó, lo apresó y para que no volviera a
las andadas, le arrancó los ojos; uno de los métodos utilizados era aplastar
contra la cara del condenado una máscara de metal que, a la altura precisa,
tenía como dos sacacorchos… Lógicamente, en todas partes cuecen habas, así que
los francos, ostrogodos, vikingos, teutones, queruscos…, se encargaron de que
no hubiera rincón de Europa sin narraciones (legendarias o históricas) de
violencia feroz.
Ciento cincuenta milenios lleva homo sapiens sobre
la tierra, tiempo más bien corto en la trayectoria vital de una especie, tal
vez por eso aún conserva el rasgo animal que le impulsa a utilizar la violencia
para lograr sus fines. Sea como sea, es más que probable que el hombre siga
siendo lobo para el hombre durante mucho tiempo: han de pasar cientos, tal vez
miles de años antes de que abandone la violencia, aunque tal vez ese momento
sea el principio del fin. ¿O no?
CARLOS DEL RIEGO
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