El gran Bob Dylan ha elegido vivir separado del mundo |
Por un lado están los que hablan del ‘show’ con
decepción por lo distante del músico, por otro los que comentan lo encantados
que salieron del espectáculo. Los primeros reprochan al cantante y compositor
que se coloque en segundo plano del escenario, tras un teclado, y que no se
dirija al público en ningún momento (ni buenas noches, ni gracias, ni adiós); también
echan de menos que apenas se digne hacer algunas de las canciones que lo
colocaron en el lugar de privilegio que ocupa y que, cuando toca una clásica,
casi haya que adivinar la melodía; en fin, la mayoría de sus numerosos incondicionales
agradecerían verlo sólo ante el micro con guitarra y armónica, unos minutos, un
par de temas. Y por si fuera poco, afirman algunos opinadores que su expresión
es hosca, huidiza, como si quisiera castigar con su indiferencia a los que
acuden a verlo.
Asimismo, ese distanciamiento del público, de la
gente, se confirma al saber que sólo sale de su camión-vivienda (custodiado por
varios escoltas) para ir al concierto y que, a causa de ello, no se relaciona con
mortales que no pertenezcan a su restringido círculo, en el que no caben ni
siquiera los músicos de su banda; como además tiene cocina y cocinero en su
gran rulot, Dylan no entra en contacto con nadie ajeno a su guardia pretoriana.
Prefiere vivir encerrado, aislado por voluntad propia. Igualmente, el trato que
da a los grupos teloneros es, según éstos, absolutamente indignante, impropio
de una estrella (“bailaré sobre tu tumba” escribió uno de los que abrió para él
en Granada).
Opiniones radicalmente opuestas exponen los que
sonríen por el solo hecho de estar ante un histórico del rock, los que están encantados
de ver al mito cantar aunque casi todo el repertorio esté integrado por los
temas de sus últimos discos (algunos de los cuales son, hay que destacarlo,
verdaderamente excelentes). Este público no exige que recupere alguno de los
títulos con los que Robert Zimmerman se convirtió en Bob Dylan, como tampoco ve
con desencanto que el venerado músico se muestre gélido, distante, encerrado en
sí mismo y en sus canciones.
Mirando cómo se lo montan sus colegas, sus iguales y
sus quintos en escena se comprueba que no todas las grandes estrellas hacen tal
cosa; por ejemplo, Paul McCartney no deja nunca de regalar los oídos de la
audiencia recordando unas cuantas piezas de su antiguo grupo; los Stones siempre
colocan media docena (al menos) de sus títulos emblemáticos a lo largo de la
actuación; John ‘Creedence’ Fogerty basa su lista de directo en sus más
recordados temas; Neil Young siempre consigue la complicidad del público cuando
da pie a que se cante a voz en grito sus más combativos y evocadores versos; ¿y
alguien se imagina un concierto de AC DC sin esas que todo el mundo tiene en
mente?... En el otro lado, adoptando una postura similar a Dylan, puede
situarse al cascarrabias de Van Morrison, el León de Belfast, que también suele
exhibir rostro malhumorado y gesto de pocos amigos, a pesar de lo cual tarde o
temprano dirige algunas palabras al personal y permite que se tararee alguno de
sus viejos éxitos.
Así las cosas cabe preguntarse ¿se debe el artista a
su público y por ello está obligado a tener en cuenta sus deseos cuando sube al
escenario?, o por el contrario, ¿tiene que pensar sólo como artista que deja
salir lo que lleva dentro y por ello tocar lo que desee?; en el caso concreto
de Bob Dylan, ¿debe ceñirse a lo más nuevo o también ha de reservar unos
minutos para ofrecer algo de lo mejor que tiene?
Tal vez el hecho de que el veterano cantautor no
sonría jamás y que siempre presente un actitud esquiva y avinagrada, se deba a
que los años (74) han quebrado su salud más de lo normal. En ese sentido, es
obvio que su voz es calamitosa, grimosa a veces; nunca la tuvo armoniosa y
brillante, al contrario, pero sí que poseía una textura característica, era
firme y más o menos estable; desde hace unos años, sin embargo, el sonido que
producen sus cuerdas vocales da verdadera pena, parece el de un padrino mafioso
afónico que, herido de muerte, quiere gritar…, y esto queda patente también en
sus discos de estudio. Contrasta, en fin, la brillantez compositiva que exhibe
en cada disco con la pérdida absoluta de capacidad vocal.
En fin, resulta curioso ver cómo Bob Dylan mantiene
la lucidez creativa en un nivel altísimo a la vez que se aleja de su realidad
profesional más cercana. Por eso es oportuno preguntarse, ¿qué debe ser más
importante para el músico ante el público, para un Bob Dylan en escena, ceñirse
a los propios deseos artísticos o conseguir la felicidad de quien, ilusionado,
acude al concierto?, ¿ser feliz él o hacer felices a otros? Seguro que hay un punto
ideal entre ambas posturas.
CARLOS DEL
RIEGO
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