Pocos se dejan hoy engatusar por los oropeles del márketing, a pesar de lo cual los partidos siguen apostando por inútiles campañas |
Durante una campaña política el ciudadano se ve
asediado, acosado por la propaganda: carteles por todas partes (colgados de las
farolas, ocupando enormes vallas, viajando en los laterales de los autobuses…),
cuñas publicitarias en radio y televisión que se repiten machaconamente (a
veces termina e inmediatamente empieza la misma melopea), páginas en los
periódicos, automóviles dotados con altavoces que predican etéreas excelencias
y promesas o citan al sufrido oyente a irresistibles mítines, gruesos envíos
postales que incluyen abundante papeleo y abarrotan los buzones…, por no hablar
de las cansinas, vanas y mentirosas encuestas. Se trata, en fin, de todo el
despliegue de tretas, trucos, recursos, estrategias y artificios pergeñados por
los expertos en márketing (y manipulación de masas), todo ello puesto al
servicio de las diversas formaciones políticas en campaña de captación. Sin
embargo, ¿este auténtico despilfarro de recursos obtiene una respuesta por
parte del ciudadano?, o lo que es lo mismo, ¿existe una correspondencia
proporcionada entre el gasto propagandístico y el resultado del
referéndum?
Sin duda, pase lo que pase tras el recuento de votos,
quienes ya han ganado son las empresas dedicadas a exprimir ese ansia, ese
deseo irrefrenable de los partidos de creer que a más propaganda más votos; en
realidad, la campaña política es la principal fuente de ingresos de no pocas
firmas dedicadas a vender algo tan etéreo y poco fiable como la encuesta o el
diseño de dicha campaña; lo curioso es que los procedimientos se repiten una y
otra vez a pesar de que se tiene constancia de su escasísima utilidad. También
se da mucho trabajo a las imprentas, tan necesitadas de encargos desde que el
papel está en decadencia; así, cada votante recibe un sobre (a veces por
duplicado) grande y abultado que incluye las dos papeletas de la votación con
sus correspondientes sobrecitos, un díptico o tríptico a color con las
maravillas que disfrutará el ciudadano si se decanta por ellos, hojas y panfletos
de todos los tamaños que insisten en las consignas específicas y muestran las
caras sonrientes de los aspirantes a sillón público…; y no faltan por las
calles las cuartillas, octavillas, pasquines y banderitas, ni tampoco otros
elementos como pegatinas, pins, llaveros… En resumen, cada partido político
tira la casa por la ventana y gasta todo lo que tiene (y lo que no tiene) a
hora de hacerse presente a los ojos del votante.
Sin embargo, ¿realmente sirve para algo tal derroche
de dinero, recursos y esfuerzos? Cierto que casi siempre son los votantes
indecisos los que inclinan la balanza y que, por tanto, todo ese desenfreno
está encaminado a atraerlos, pero resulta muy discutible que esa explosión
propagandística sea verdaderamente eficaz. ¿Será posible que los asesores y
expertos de los partidos, así como sus líderes, crean que pregonar por las
calles lo buenos que son convencerá al que duda? E igualmente es difícil de
tragarse (fuera del universo partidista) la idea de que uno resolverá su duda gracias
a la cartelería que empapela paredes y aceras; o que el elector se deje
convencer por las prédicas que monótona y obstinadamente repiten hasta la náusea
los medios audiovisuales; ¿es posible que haya vecinos que se lean, una tras
otra, las ofertas que hacen las diversas organizaciones políticas en sus envíos
postales y que, según lo leído y tras sopesar y comparar, se decidan por una?
Lo del mitin es caso aparte; en serio, ¿existirá
algún pretendiente que piense de verdad que un encendido discurso en esa
especie de ceremonia sectaria le acarreará un incremento de votos? ¡Pero si al
mitin sólo acuden los convencidos más allá de toda duda!, ¡pero si los oradores
no hacen sino tirar de la demagogia más burda!, ¡pero si sólo dicen, con
palabrería altisonante y zafia, lo que la audiencia quiere escuchar!, ¡pero si
una de esas asambleas no es más que una sucesión de voces que proclaman las
bondades propias y las maldades de los demás! Pues al parecer sí, los expertos
asesores de cada formación, los ‘cerebros’, deben estar convencidos de que esas
sermoneantes reuniones son imprescindibles para la buena marcha del proyecto
(también suelen apuntar que los mítines unen y hacen equipo, cosa que, aunque
así sea, difícilmente se traducirá en votos).
Es preciso tener en cuenta que la mayoría del
electorado sabe qué hará el día D, mientras que los titubeantes (que seguro que
no son tantos como las encuestas indican, pues no todo el mundo está dispuesto
a revelar sus intimidades a un extraño) tienen claro, al menos, qué papeletas
no meterán en las urnas; incluso no es disparate afirmar que muchos de los que
supuestamente dudan tienen una mínima preferencia que, fácilmente,
materializarán llegado el momento.
La gran pregunta es ¿sirven para algo las campañas
políticas, es decir, tienen una incidencia mínimamente significativa en los
resultados? Lo curioso y sorprendente es que todo censado conoce e identifica
perfectamente los anzuelos que lanzan los pretendientes, a pesar de lo cual,
éstos siguen recurriendo a lo de siempre, por más ineficaz que se haya
revelado. Es posible que en países como Estados Unidos, donde la población es
más proclive a responder a los estímulos de los medios y hace más caso a
mensajes y reclamos, tenga la propaganda alguna eficiencia, pero por estos
pagos, donde el personal tiene muy interiorizada su posición en el espectro
político, las estrategias partidistas convencen a muy pocos.
Los únicos que se benefician realmente de las
campañas de propaganda política son las empresas y los profesionales de la
venta de humo, que hacen su agosto aprovechándose de la enfermiza y consciente
credulidad de los gestores de los partidos y de la vanidad de los candidatos.
CARLOS DEL RIEGO
No hay comentarios:
Publicar un comentario