viernes, 15 de noviembre de 2013

UN PARTIDO DE FÚTBOL Y UNA CRUZ Los ofendidos contra una cruz de 14 milímetros y los indignados por un partido de fútbol pertenecen a la misma especie: la de los que gritan exigiendo un derecho aquí pero ni lo insinúan allí

Este es el símbolo tan ofensivo.
Allá en el norte, en Noruega, una presentadora de televisión ha sido denunciada por aparecer con una cruz al cuello, una joya de 1,4 centímetros  que casi hay que mirar con lupa para distinguir de qué se trata. Aquí, en el sur del continente, varios partidos políticos han pedido (algunos exigido) que la selección española de fútbol no juegue un partido amistoso en Guinea Ecuatorial contra el equipo anfitrión, puesto que, aducen, se trata de un país gobernado por un dictador (cosa cierta, por otra parte).

Se trata de dos perfectos ejemplos de esa especie que anda siempre a escudriñando por aquí y por allí, a la búsqueda de algo contra lo que manifestar su indignación; pero ese rastreo no es al azar, nada de eso, su exploración se centra exclusivamente en aquello que ofende a sus creencias, de modo que jamás se preocuparía por elevar la voz si alguien exhibe, dice o hace algo que moleste a quienes tienen creencias distintas a las suyas. Es decir, esta especie de picajoso protesta no en función de la presunta ofensa, sino en función de quién la ejecuta (claro ejemplo de relativismo moral).    

En el primer caso, la televisiva fue acusada tanto por inmigrantes mahometanos como por quienes no soportan insinuaciones religioso-culturales (pues una cadena con una cruz pertenece ya tanto a la cultura europea como a la religión). Los musulmanes, sin embargo, jamás protestarían si la señora en cuestión saliera en pantalla con algún símbolo de su religión ni, evidentemente, se atreverían a elevar similar protesta en su país de origen. Los iracundos cazadores de todo lo que huela a religión, por su parte, no hubieran levantado la voz si la periodista hubiera lucido un pin con la hoz y el martillo y, por supuesto, también hubieran permanecido en silencio viendo cualquier programa de televisión de cualquier país musulmán, donde jamás faltan símbolos religiosos. Lo que en un lado se ve como ofensa en otro se tiene por costumbre aceptable.

El segundo caso recorre los mismos caminos. Partidos sobre todo de izquierdas (pero no solo) han clamado contra el partido en Guinea Ecuatorial donde, evidentemente, manda un dictador sanguinario. Sin embargo no dijeron una palabra cuando se celebraron los Juegos Olímpicos en Pekín, tal vez pasando por alto que allí también existe una dictadura, en este caso de partido único; en China no hay democracia, no hay partidos políticos, no hay libertad de opinión, prensa o expresión, está restringido el acceso a internet, hay una censura férrea…, en fin, todo lo que se achaca a las dictaduras. O sea, aquello que en un lugar es digno de exaltada indignación, en otro se ve con buenos ojos.

La cuestión, más que las protestas y esfuerzos por una u otra nimiedad, es preocupante por el hecho de que quienes tienen la capacidad de decisión siempre ceden ante los más vocingleros, reculan ante los que más ruido meten; y ello aunque la cosa vaya en contra del más elemental sentido común. Baste recordar que uno de los que estrelló el avión contra las torres gemelas se graduó en Alemania, pero rechazó recibir su diploma de manos de una mujer (ser impuro, según él), de modo que las autoridades académicas se bajaron los pantalones, pidieron a la señora que se fuera y cedieron ante las despreciables exigencias del futuro terrorista. Más aun, cuando el maremoto de 2004 en Indonesia y otros países, también en Alemania (correcta políticamente hasta el absurdo, ¿por qué será?) se prohibió una canción que hablaba de surf y que se titulaba ‘Die perfekt Welle’, o sea, ‘La ola perfecta’, puesto que eso podía ofender a los damnificados por… la ola, por el tsunami.

Parece que hay una permanente carrera internacional hacia el desatino más disparatado.


CARLOS DEL RIEGO

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