Este es el símbolo tan ofensivo. |
Allá en el norte, en
Noruega, una presentadora de televisión ha sido denunciada por aparecer con una
cruz al cuello, una joya de 1,4 centímetros
que casi hay que mirar con lupa para distinguir de qué se trata. Aquí,
en el sur del continente, varios partidos políticos han pedido (algunos
exigido) que la selección española de fútbol no juegue un partido amistoso en
Guinea Ecuatorial contra el equipo anfitrión, puesto que, aducen, se trata de
un país gobernado por un dictador (cosa cierta, por otra parte).
Se trata de dos
perfectos ejemplos de esa especie que anda siempre a escudriñando por aquí y
por allí, a la búsqueda de algo contra lo que manifestar su indignación; pero
ese rastreo no es al azar, nada de eso, su exploración se centra exclusivamente
en aquello que ofende a sus creencias, de modo que jamás se preocuparía por
elevar la voz si alguien exhibe, dice o hace algo que moleste a quienes tienen
creencias distintas a las suyas. Es decir, esta especie de picajoso protesta no
en función de la presunta ofensa, sino en función de quién la ejecuta (claro ejemplo
de relativismo moral).
En el primer caso, la
televisiva fue acusada tanto por inmigrantes mahometanos como por quienes no
soportan insinuaciones religioso-culturales (pues una cadena con una cruz
pertenece ya tanto a la cultura europea como a la religión). Los musulmanes,
sin embargo, jamás protestarían si la señora en cuestión saliera en pantalla
con algún símbolo de su religión ni, evidentemente, se atreverían a elevar
similar protesta en su país de origen. Los iracundos cazadores de todo lo que
huela a religión, por su parte, no hubieran levantado la voz si la periodista hubiera
lucido un pin con la hoz y el martillo y, por supuesto, también hubieran
permanecido en silencio viendo cualquier programa de televisión de cualquier
país musulmán, donde jamás faltan símbolos religiosos. Lo que en un lado se ve
como ofensa en otro se tiene por costumbre aceptable.
El segundo caso recorre
los mismos caminos. Partidos sobre todo de izquierdas (pero no solo) han
clamado contra el partido en Guinea Ecuatorial donde, evidentemente, manda un
dictador sanguinario. Sin embargo no dijeron una palabra cuando se celebraron
los Juegos Olímpicos en Pekín, tal vez pasando por alto que allí también existe
una dictadura, en este caso de partido único; en China no hay democracia, no
hay partidos políticos, no hay libertad de opinión, prensa o expresión, está
restringido el acceso a internet, hay una censura férrea…, en fin, todo lo que
se achaca a las dictaduras. O sea, aquello que en un lugar es digno de exaltada
indignación, en otro se ve con buenos ojos.
La cuestión, más que
las protestas y esfuerzos por una u otra nimiedad, es preocupante por el hecho
de que quienes tienen la capacidad de decisión siempre ceden ante los más
vocingleros, reculan ante los que más ruido meten; y ello aunque la cosa vaya
en contra del más elemental sentido común. Baste recordar que uno de los que
estrelló el avión contra las torres gemelas se graduó en Alemania, pero rechazó
recibir su diploma de manos de una mujer (ser impuro, según él), de modo que
las autoridades académicas se bajaron los pantalones, pidieron a la señora que
se fuera y cedieron ante las despreciables exigencias del futuro terrorista.
Más aun, cuando el maremoto de 2004 en Indonesia y otros países, también en
Alemania (correcta políticamente hasta el absurdo, ¿por qué será?) se prohibió
una canción que hablaba de surf y que se titulaba ‘Die perfekt Welle’, o sea,
‘La ola perfecta’, puesto que eso podía ofender a los damnificados por… la ola,
por el tsunami.
Parece que hay una
permanente carrera internacional hacia el desatino más disparatado.
CARLOS DEL RIEGO
No hay comentarios:
Publicar un comentario